Que un texto de casi 400 años parezca estar hablando del mundo presente es mérito de su autor, el genial Gian Francesco Busenello. Pero también de una puesta en escena que sin ninguna clase de exageración ni subrayado excesivo, sólo a fuerza de fluidez dramática y verosimilitud en las acciones y en la construcción de los personajes, logra que un diálogo como el de Séneca y Nerón exponga de manera descarnada que hay una moralidad para quienes mandan y otra muy distinta para quienes son mandados.
Marcelo Lombardero, al frente de un notable equipo de colaboradores –el escenógrafo Daniel Feijóo, el iluminador Horacio Efron y la vestuarista Luciana Gutman– y trabajando con el director musical, Marcelo Birman –quien a su vez contó con Manuel de Olaso como colaborador inmediato y, junto con él, Hernán Cuadrado y Mariano Kosiner Blanco en la construcción de la versión de una ópera cuya versión “original” no existe– logró un espectáculo que no decae y que, en los finales de lo que se presentó como un primer y un segundo acto, tiene un efecto directamente paralizante. El suicidio de Séneca, con la sangre corriendo por sus muñecas –un Iván García inmenso, tanto en lo vocal como en lo actoral– y la extraordinaria despedida de Ottavia (“A Dio Roma”), con los temblores agitando su cuerpo mientras la música se extingue, como preludio a la fanfarria de la coronación de Poppea (con los tribunos vestidos de payasos) y el bellísimo dúo final (“Por ti miro”) forman parte del muy discreto catálogo de momentos inolvidables en la ópera argentina reciente.
La orquesta –un grupo de instrumentistas de gran nivel–, dirigida con maestría por Birman, fue, más que un acompañamiento, una parte indivisible del texto y la acción. En cada matiz, en cada afecto, el nutrido continuo (laúdes, tiorbas, arpas, dos claves, dos violas da gamba y violoncello) dijo el texto como un cantante más. Y los solistas –violín, flauta, cornetto– fueron impecables en cada intervención. Unos pocos momentos jugados hacia la farsa, como el preludio que presenta el duelo entre Fortuna, Virtud y Amor –con una funcional coreografía de Ignacio González Cano– o los mencionados cónsules y tribunos que coronan a Poppea no alteran una mirada profunda –y ascética– sobre el drama.
Lombardero conoce lo suficiente de ópera como para saber cuándo debe dejar que la música hable por sí sola. Pero aun en esos momentos solitarios y magníficos de García, de la impactante Ottavia de Luisa Francesconi, y de una pareja protagónica con mucho de argentinismo explícito –Poppea bien podría ser uno de esos personajes televisivos de segundo orden que rondan a políticos y deportistas, y Nerón se parece demasiado a hombres poderosos bien conocidos– a la que dieron vida Cecilia Pastawski y Santiago Bürgi, no hubo pequeño gesto, desplazamiento mínimo ni intención en la mirada que no estuvieran trabajados al detalle y que no tuviera siempre un motivo. El contratenor Martín Oro como Ottone, una excelente Victoria Gaeta como Drusilla, la chilena Gloria Rojas, con una voz de timbre y profundidad llamativos, en el papel de Arnalta, y un homogéneo grupo de comprimarios –se destacó el trío a cargo del perfecto madrigal de los familiares de Séneca (“Non morir, Seneca, no”)– completaron un elenco de rara eficacia.