Producción: Javier Lewkowicz

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Pandemia y política social

Por Sol Minoldo (*) y Nicolás Dvoskin (**)

Recientemente el Indec publicó los datos de pobreza correspondientes al último semestre de 2020: un 42 por ciento de los argentinos es pobre y un 10,5 por ciento es indigente. El dato más acuciante es que en el caso de los menores hasta 14 años la pobreza llega al 58 por ciento. Claro está, la pandemia jugó un papel central, dado que el PBI cayó casi 10 por ciento, en el peor dato anual desde 2002, pero ya venía cayendo desde 2018.

La recesión fue principalmente severa durante el segundo trimestre de 2020. El clima global fue profundamente adverso, muchas actividades estuvieron cerradas y otras lanzadas a la virtualidad sin demasiada preparación. El fenómeno fue global, al punto de que prácticamente todos los países del mundo vivieron una caída brutal de su actividad y, por consiguiente, un aumento de la pobreza.

Para limitar la circulación del virus los gobiernos dispusieron confinamientos y ceses de actividad. En Argentina, para evitar que perdieran sus ingresos quienes ya no podían asistir a su trabajo, se obligó a las empresas a seguir pagando los sueldos y se prohibieron los despidos. Para reducir su eventual daño en el sector productivo, parte de esas obligaciones las asumió el Estado mediante el programa ATP. Las empresas recibieron también créditos a tasa subsidiada. Sin embargo, más de un tercio de la población ocupada lo está en condiciones precarias, ya sea en relaciones de dependencia informales o en empleos por cuenta propia. En esos casos, la interrupción de actividades laborales implicaba una pérdida de ingresos. Allí la respuesta vino por el lado de la política social. Se duplicaron temporalmente los montos de la AUH y tarjeta Alimentar, se congelaron tarifas de servicios públicos, se prohibieron desalojos y se suspendió el cobro de deudas de préstamos de Anses. Además, se implementó el IFE, la política de transferencias de ingresos más masiva que se haya conocido en Argentina, para más de 9 millones de familias.

Los datos muestran que estas medidas no fueron suficientes para contrarrestar el daño de la crisis sanitaria sobre la actividad económica y los ingresos. Sin embargo, es indudable que las consecuencias habrían sido aún más dramáticas si el Estado no hubiera asumido un rol activo en la protección social y en el sostén de la producción y el consumo. Vemos así la inconveniencia social de que el mercado sea el que asigne los recursos. Esto es especialmente evidente en momentos de crisis, cuando se trata de distribuir pérdidas y, para quienes menos tienen, esa puede ser la diferencia entre alcanzar o no los recursos básicos para subsistir.

Hacia finales del año la economía mundial volvió a crecer. Muchas actividades reabrieron y otras tantas se adaptaron bien a la virtualidad. Los precios internacionales de los alimentos comenzaron a subir muy rápidamente y la inflación en Argentina se disparó, llegando a superar el 4 por ciento mensual en los primeros meses de 2021. Además, en 2020 la inflación fue 18 puntos más baja que en 2019, pero los salarios reales siguieron cayendo y, para una economía en recesión, no deja de ser un dato altísimo. Entre marzo y diciembre los salarios nominales subieron en promedio 17 por ciento y los precios 26 por ciento. Pero si miramos mensualmente, los salarios solo le ganaron a la inflación en octubre (el dato anual es menos severo porque en enero y febrero los salarios reales subieron mucho). Incluso, en mayo se registró una caída del salario nominal promedio, por primera vez desde 2001.

Si durante los primeros 6 meses de pandemia el aumento de la pobreza se explicó sobre todo por la pérdida de los ingresos de millones de trabajadores en el marco de restricciones a la actividad, hacia fines de 2020 esta se sostuvo en el deterioro de los ingresos reales: el aumento de precios comenzó a acelerarse mientras los salarios quedaban estancados, incluso con la economía recuperándose. Sin embargo, el gobierno decidió discontinuar las políticas sociales de emergencia, alegando motivos macroeconómicos asociados al déficit fiscal y al exceso de oferta monetaria.

En estas semanas, a pesar del inicio de la campaña de vacunación, la crisis sanitaria comienza a acelerarse. En un año que se esperaba de recuperación económica, no podemos descartar que la situación social dependa nuevamente de cómo se distribuyan las pérdidas. Ya sabemos lo que resulta si distribuye el mercado. Por eso, el rol de la política pública podría ser, otra vez, la clave para evitar una tragedia social.

(*) Investigadora CIECS-CONICET.

(**) Investigador CEIL-CONICET.

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Volver a crecer

Por Francisco Amsler (***)

El pasado 31 de marzo el Indec publicó la tasa de pobreza del segundo semestre de 2020, un alarmante 42 por ciento ¿Cómo volvimos a convivir con niveles de pobreza que recuerdan a los de la crisis de 2001? ¿Es posible pensar una Argentina sin pobreza? El rompecabezas es complejo, pero necesario resolverlo para combatir eficazmente la pobreza.

Existe un consenso generalizado en la comunidad científica en torno a que el crecimiento económico, la distribución del ingreso y el empleo, son factores determinantes del nivel de pobreza medida por ingresos. Pese a las críticas y al también generalizado consenso en torno a que la pobreza es un fenómeno multidimensional, la medición por ingresos es la más utilizada –indicador que publica el Indec semestralmente y que resuena en los titulares de los grandes medios periodísticos. Sin embargo, hay pocos consensos en torno a cómo alcanzar el crecimiento, sostenerlo a lo largo del tiempo y que éste se refleje en una mejora de las condiciones de vida y en los hogares pobres en particular.

Entre 2003 y 2007 el PBI per cápita creció a un promedio anual de 7,6 por ciento y la disminución de la pobreza fue vertiginosa: una reducción de más de 30 puntos porcentuales respecto al 68,1 por ciento de 2002 (según reporte del CEDLAS). A partir de 2008 el crecimiento económico se ralentizó, disminuyendo también el ritmo al que se redujo la tasa de pobreza. No obstante, con un esfuerzo fiscal creciente orientado a políticas redistributivas se alcanzó en el año 2013 una tasa de pobreza de 27 por ciento -el mínimo en el período kirchnerista.

A partir de 2016, con el cambio de gobierno, la reorientación macroeconómica se encontraba bastante alineada a las recomendaciones del FMI, incluso antes de recibir su apoyo político-financiero. Desde este enfoque, para alcanzar el crecimiento económico es necesario primero estabilizar la economía para luego promover la confianza y la inversión del sector privado. Se trata en esencia de un dogma en que el mercado, con las señales correctas, llevaría a la economía al pleno empleo.

Tras una evolución positiva de la pobreza en los primeros años, este combo de ajuste y endeudamiento no tardó en mostrar sus efectos adversos. Según datos del Banco Mundial: en 2018 y 2019, el PBI per cápita cayó a una tasa promedio de 3,3 por ciento anual, aumentó la desigualdad y el desempleo y hacia fines del período macrista el 35,5 por ciento de la población percibía ingresos por debajo de la línea de pobreza.

El panorama recesivo se vio exacerbado por la pandemia de la Covid-19. En 2020, pese a medidas de transferencia de ingresos como el IFE y el ATP, la tasa de pobreza escaló hasta el 40,9 y 42 por ciento en el primer y el segundo semestre respectivamente. Este número se ve explicado en parte por el aumento de precios de alimentos, mayor que otros rubros, el aumento del desempleo y el subempleo y una caída del PBI de 9,9 por ciento en consonancia con los países de la región.

Resulta necesario retomar la senda de crecimiento para reducir la pobreza en el corto plazo: una tarea difícil cuando los salarios tienden a perder contra la inflación, los efectos del gasto público son objeto de debate y el principal socio comercial de la región se encuentra atravesando una crisis política y sanitaria.

Sin embargo, el crecimiento parece perder efectividad, aun con políticas redistributivas, en la medida que la tasa de pobreza se aproxima a un piso mínimo de pobreza estructural –situaciones de carencia en aspectos más profundos que el ingreso y que se muestran insensibles frente a los ciclos económicos expansivos.

En este sentido, en las últimas tres décadas las mínimas tasas de pobreza se han encontrado entre 27 y 30 por ciento en regímenes y contextos macroeconómicos muy distintos. En el largo plazo, resulta difícil imaginar una Argentina sin pobreza, en tanto la estructura productiva no sea capaz de crear puestos de trabajo más productivos y de mejores ingresos para los argentinos.

En otras palabras, una economía en la que no sobre gente.

(***) Centro Cultural de la Cooperación.