Los monopolios de la comunicación construyen sistemáticamente un cuadro de la situación política según el cual el principal problema es el activismo kirchnerista que siembra de modo persistente el conflicto y fomenta la división de la sociedad. Vieron en las movilizaciones masivas de marzo (feministas, docentes, sindicales en general y conmemorativas de la última usurpación dictatorial del poder) el producto de esa labor de zapa. Es llamativo, dicho sea de paso, cómo reverbera la vieja y desdichada imagen de la “infiltración” que justificaba la represión ilegal y criminal en la década del setenta del siglo pasado y pretende hacer lo mismo hoy; no ha de faltar mucho para que reaparezca la necesidad de terminar con la “subversión”. Sin duda esta descripción contiene una estimación muy importante de la capacidad política y la potencia de masas del kirchnerismo. Sin embargo, cuando se habla de ese movimiento en los análisis políticos se lo caracteriza como residual y en proceso de disgregación. La pregunta es obvia: si están reducidos y aislados, cómo es que ejercen semejante influencia sobre millones de argentinos movilizados en contra de las políticas del macrismo. Es muy evidente que el kirchnerismo es el problema principal de la derecha local y global. Si no lo resuelven, no pueden terminar de “normalizar” a la Argentina, es decir de lograr que el sistema político en su conjunto vuelva a aceptar como inevitable una dura reestructuración neoliberal del país como la que se ha puesto en marcha en estos meses y se radicalizará y acelerará después de las elecciones de octubre, según lo que los propios funcionarios se han encargado de transmitir en estos días al virreinato del Fondo Monetario Internacional. 

No puede sorprender, entonces, que en momentos en que se aceleran las definiciones sobre candidaturas y reagrupamientos con vistas a las elecciones de octubre, el centro del análisis se sitúe en la cuestión de si Cristina Kirchner será o no candidata en la provincia de Buenos Aires. Propios, no tan propios del mismo campo y extraños comparten la sensación de que las elecciones no serán iguales en las dos variantes. Más allá de las sorpresas que puedan venir de la “justicia” que es “independiente” (de cualquier rasgo de decoro y de apego a la ley), la decisión será territorio casi excluyente de la propia ex presidenta. Antes de que esa decisión se tome, la pregunta ya atraviesa a la política argentina y parece interesante tanto sistematizar la discusión como tomar partido en ella. 

Se puede empezar, por ejemplo, por la recensión de los argumentos que circulan a favor de que CFK no sea candidata. Se dice que su candidatura modificaría el perfil de la elección y haría que en lugar de un plebiscito sobre la gestión de Macri se convirtiera en un proceso de polarización en torno a su figura. Una variante de esta tesis se formula así: lo que se necesita es una discusión sobre el futuro y no sobre el pasado. Hace poco uno de los integrantes del triunvirato cegetista, Héctor Daer, sumó otro argumento: su presencia en un lugar central conspiraría contra la unidad para enfrentar electoralmente al Gobierno; comparten esa posición quienes formulan la propuesta de “renovar” al peronismo haciendo pasar a su primer plano nuevas figuras en lugar de aquellas que ocuparon los lugares relevantes en los últimos años. También aparece el argumento sobre las resistencias que puede encontrar la candidatura en un sector del electorado fuertemente adverso. Otro de los reparos que circula dice que el Senado y el Congreso en general no son ámbitos en los que puedan producirse decisiones que alivien la grave situación que atraviesa buena parte de nuestro pueblo, con lo cual no podrían satisfacerse las demandas electorales y se frustraría la esperanza. Mejor, se dice en la misma dirección, evitar el rigor de una campaña dura y antagonística y preservarla para la elección presidencial. Hay muchos otros argumentos pero en lo fundamental son variaciones sobre los mismos temas. 

Podría decirse que gran parte de la discusión gira en torno a cuál es el contenido político del amplio frente que debería organizarse para ponerle freno a la política depredadora del macrismo y sus aliados; de lo que ha dado en llamarse nueva mayoría. Está claro que la novedad consiste en la amplitud con la que se formula, en la aptitud para integrar a muchos dirigentes y a muchos ciudadanos que no se sentían partícipes de la fuerza que gobernó hasta diciembre de 2015. Esa amplitud tiene que incluir nuevas miradas, nuevos discursos y propuestas que no se agoten en el pasado sino que apunten al futuro. Pero el núcleo duro que debería sostener esa posibilidad de amplitud es el acuerdo básico, aunque sea en sus rasgos principales, sobre qué proyecto de país se sitúa en el horizonte. ¿Es un país donde el salario es un costo más y debe ser bajado para asegurar la competitividad de un modelo rentístico y dependiente o deben funcionar las paritarias libres y debe impulsarse el consumo interno como motor principal de la economía? ¿Hay que entregar todo -la educación, la cultura, la ciencia, la salud, el empleo- a la voluntad omnipotente del mercado o hay que asegurar un Estado activo en defensa de la inclusión y de la producción? ¿Seguiremos con el circuito del endeudamiento combinado con la timba financiera que va generando amenazas muy serias de insustentabilidad económica a mediano plazo o volveremos al desendeudamiento y al impulso central del mercado interno? Estos y otros interrogantes centrales admiten profundas discusiones sobre instrumentos, formas y tiempos; no se trata, efectivamente, de discutir mirando solamente al pasado, pero parece muy difícil generar una mayoría política verdadera -y no un simple rejuntado electoral- sin algunas definiciones claras en estos terrenos. Y es muy difícil separar esas definiciones de un juicio básico general sobre la experiencia nacional de la década anterior. No es una obsesión por una plataforma detallada y minuciosa sino una preocupación por el mensaje político que se emite en la campaña. La polaridad entre un proyecto de país y otro no es un inconveniente para la democracia sino su activo principal. 

Planteada así la cuestión, de lo que se trata es de evaluar qué es lo más conveniente para un amplio frente contra el ajuste y en defensa del salario, el trabajo y la producción nacional. Las candidaturas serán mejor cuanto más se exprese ese sentido y más despeje la imagen de un acuerdo circunstancial, con vistas a reciclar la alternancia entre fuerzas que no difieren demasiado entre sí. El peso simbólico de la figura de Cristina es una fortaleza que facilita la amplitud. A propósito, la lucha contra la reestructuración neoliberal tuvo, tiene y tendrá al Congreso de la Nación como una arena central; hará falta entonces un claro compromiso de sostener en las Cámaras estos postulados, corrigiendo, como hará falta en muchos casos, posiciones que facilitaron el endeudamiento irresponsable y la gigantesca transferencia de recursos a favor de los grupos económicos más concentrados y particularmente los más vinculados con la intimidad de la familia presidencial. No cabe duda, desde esta perspectiva, que la figura de Cristina aporta claridad en el mensaje. A lo que se suma la enorme masa de sus simpatizantes (el llamado “piso electoral alto”) y el peso de su mensaje político. ¿Es cierto que se afecta la amplitud del frente? Acá hay un problema que hay que mirar de cerca, ¿es una cuestión personal la persecución, la estigmatización y la hostilidad que se descarga y se descargó en los últimos nueve años contra ella? ¿Es posible abrirle paso a un nuevo ciclo superador del movimiento nacional, popular y democrático sin enfrentar esta construcción de prejuicios que es la que apunta realmente a dividir a la sociedad y a hacer que muchos argentinos hayan votado a favor de una política que rápidamente ha hecho estragos entre ellos? No parece que pueda ser viable y eficaz un frente que crea posible desarrollarse escondiendo a su principal líder. Tampoco parece plausible que algunos dirigentes que se pronuncian por la amplitud del frente establezcan proscripciones internas hacia lo que como mínimo es una de sus fuerzas principales. Finalmente la amplitud solamente es un valor si se expresa en los votos primero y en la coherencia política después. 

La elección presidencial de 2019 es sin duda un mojón político principal. Pero en el medio hay dos años cruciales en los que habrá que enfrentar una política antinacional y antipopular para la que el Gobierno dice no tener plan alternativo. Es cierto que no son los debates y las votaciones el terreno excluyente en el que se dirimirá la puja. Pero también lo es que la flexibilización laboral, la entrega de los recursos naturales, el alineamiento internacional belicista y pronorteamericano forman parte previsible de la agenda legislativa. El Congreso tiene que convertirse en una caja de resonancia institucional mucho más que hasta ahora en que la derecha ha logrado aprobar leyes muy lesivas a los intereses populares y nacionales contando con el voto de legisladores elegidos para políticas antagónicas con las que se pusieron en marcha. El liderazgo en una etapa como la que viene no se puede inventar, tiene que ser la proyección –crítica, superadora, orientada hacia el futuro– de una experiencia transformadora y no su negación vergonzante. 

Las decisiones políticas cruciales -y ésta lo es- tienen que contar con las contingencias concretas que se vayan presentando y que de ninguna manera pueden ser suplantadas por un esquema conceptual como el que se ha expuesto. Lo que parece seguro es que la decisión será la resultante de una evaluación táctico-estratégica y no de ningún interés subalterno. Tal vez abrir una discusión amplia, política, popular y organizada sobre la cuestión sea una forma de contribución.