"Cuando se es niño, todo es natural", escribe Virginia Ducler en Sólo soy uno que llora (2020, UNR Editora, colección Confingere). "Todo está ahí porque tiene que estar; no se considera la posibilidad de que no esté. Cada cosa ocupa su lugar. [...] El mundo estaba hecho así, con un sol que alumbraba, con unas estrellas que titilaban y con una Ana que pegaba". 

La cita pertenece a un libro ficcional dentro del libro: el diario de Noelia, la protagonista, quien a su vez incluye en su diario el relato de su abuelo, sobreviviente de una ignota batalla de la Primera Guerra Mundial. Ese cuaderno de secretos es robado en un acto de traición vengativa y usado para exponer a su autora a la vergüenza en un infernal domingo de asado familiar, que Virginia Ducler compone con la precisión de una fuga musical y con el registro satírico que también emplea en El sol (2016, Casagrande). Ducler pone sus dotes de dramaturga al servicio de los ágiles diálogos, que culminan en una epifanía chejoviana formidable.

La escritura en capas, la estructura de mamushka o cajas chinas, la visión entre compasiva y cínica sobre los dramas humanos y la profundidad con que explora los vínculos entre los personajes situarían esta novela en la tradición moderna de la escuela de Nueva York, que incluye a Saul Bellow entre otros autores judíos más o menos caídos en desgracia (como el nunca Nobel-izado Philip Roth y el abusador errante Woody Allen). La vergüenza como efecto de la escritura íntima expuesta a la lectura es un motivo que insistirá desde lo real en la novela más conocida de Ducler, Cuaderno de V  (2019, Mansalva). Pero a partir del libro de 2019, la vergüenza y la condena social se volverán contra el depredador y no contra la mujer violentada. Esto último es lo que sucede en Sólo soy uno que llora, escrita una década antes, cuando el sentido común sobre las cuestiones de moral sexual las pensaba desde un supuesto consenso. 

Sólo soy uno que llora iba a presentarse en el marco de la inauguración de la librería en la Sede de Gobierno de la UNR, pero el giro inesperado en las políticas públicas para la prevención del virus Covid-19 obligó a situar la presentación de la novela en un espacio y horario más parecidos a su ambiente en la ficción: a las 5 de la tarde en el renovado patio al aire libre de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario (Entre Rios 758), ahora con césped. Tanto en una como en otra línea temporal de la realidad, la fecha es el 23 de abril, Día del Libro. 

En la ficción, los estratos de historia abarcan un siglo, pero la acción se concentra en un día, 28 de diciembre, entre Navidad y Año Nuevo; el Día de los Santos Inocentes, que la tradición popular consagra a los bromas pesadas. El "que la inocencia les valga", revancha de la protagonista, no faltará pero se hará esperar, creando un bienvenido suspenso que tensa la superficie azarosa del día. Como explica Roberto García en el prólogo, las "capas polifónicas" se sostienen en tramas deshilachadas (el registro familiar, el diario íntimo, el registro histórico) que se anudan y reanudan en el "leit motiv" de una pregunta recurrente: "Abuelo, ¿qué pasó en la batalla de Montello?" Cabe agregar que ese ciclo de reconstrucción y dispersión de lo fragmentario posee un ritmo seductor y encuentra su modelo compositivo en las poéticas del arte abstracto, que la misma novela explicita en uno de sus andariveles: "Kandinsky anticipa la guerra. Cuando se descubre la radioactividad dice: En mi espíritu equiparaba la destrucción del átomo con la del mundo entero. De repente cayeron los muros más firmes; todo parecía inseguro, vacilante y débil".

A medida que el día se disgrega en noche, así también el tono del relato va desde la sátira hasta una especie de misticismo. Una familia entera de personajes de clase media rosarina, que no creen en nada salvo en el progreso material, que se juzgan permanentemente unos a otros y se burlan sin disimulo tanto de la clase obrera como de les discapacitades, va desdibujando sus contornos agravados por el peso de los elementos, por la ocasional locura y por la fealdad de los cuerpos en decadencia. Al final lo que queda son cenizas. La comedia negra dominguera termina siendo una repetición estetizada de aquella triple catástrofe fundante: la destrucción del átomo, la destrucción de la representación a través del arte abstracto, la destrucción de la civilización a través de aquella guerra. 

Una vez más (como en su nouvelle La dispersión) Virginia Ducler lo hizo: logró plasmar en una obra literaria de alta gama su visión filosófica, esa singularísima mezcla de nihilismo y maravilla, afirmando el todo desde la negatividad de la nada, como si el inicial caos sin sentido sólo lo hallara al perderlo del todo entre las llamaradas purificadoras de una gran broma cósmica. Una xilografía de Cris Rosenberg completa la cuidada edición.