Stephen Hawking fue un físico teórico, cosmólogo y divulgador científico británico, al que a los 21 años le diagnosticaron Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), una grave patología neuromuscular, progresiva y mortal, y le asignaron una sobrevida de tan solo dos años. Sin embargo, construyó una intensa vida familiar y laboral, con un éxito profesional y académico que lo condujo a declararse en varias ocasiones “muy feliz”. Y además vivió hasta los 76 años.

Podría decirse, utilizando los conceptos que él estudió y perfeccionó, que aunque una especie de agujero negro inicial casi se lo devora, se desencadenó luego el Big Bang salvador con el que Hawking creó su propio universo. Por eso él fue ante todo un genio de la espiritualidad. Indiscutiblemente que poseía una psicología proclive a rescatarlo. Lo que hoy se llama “resiliencia”.

En la resiliencia, a veces, se esconden asuntos inconscientes que encajan muy bien en la nueva vida que el sujeto, que se recupera de un trauma o de una tragedia, está viviendo. Y de esa forma, dichos asuntos podrían inyectarle una dosis extra de entusiasmo vital.

Hawking logró marchar a contramano de su declive biológico, y crecer a mayor ritmo, en la escala invertida que le ofrecían el mundo académico y el cultural.

Y fue así como la física teórica pasó a constituir su gran creadora de ilusiones, un poderoso motor que lo impulsaba con gran energía por el infinito campo del cosmos. Por él, Hawking, mediante su imaginación, vagaba como si fuese un cometa. Seguramente la física, como todo buen amor correspondido, le habrá hecho sentir que casi todo era posible. Así, su vida corporal pasó a mostrarse insignificante, frente a una vida trascendente tan cautivadora como la que él experimentó.

La majestuosidad del cosmos con sus fenómenos eclipsa despiadadamente la vida de cualquier humano: en ese nivel el presidente de un país y el más humilde de sus habitantes son casi lo mismo.

Al Big Bang, que originó el universo y el tiempo, se lo conoce como una singularidad. Metafóricamente hablando, podríamos equipararla a la singularidad inconsciente del ser humano, dado que en ambas se relativiza el tiempo y el espacio. El inconsciente humano es atemporal.

Es asombroso que en el inicio de todo lo conocido haya existido un primer instante absolutamente enigmático en el que no existían aún ni el tiempo ni las leyes físicas conocidas. Un real fundacional. Un punto para el que no poseemos ninguna herramienta humana para dilucidarlo. Así estamos: atrapados en un universo del que no conocemos ni la entrada ni la salida.

Pese a que estas palabras quizás suenen algo dramáticas, pueden a su vez convertirse en fuente de esperanza y en un poderoso estímulo para trascender, algún día, nuestras limitaciones humanas. Seguramente, esta última opción es la que, sublimación mediante, utilizó Stephen Hawking para sobreponerse ampliamente a sus progresivas limitaciones físicas. Tal vez la creación de un magnífico espíritu trascendente haya sido su principal genialidad y la causa de las demás.

 

*Psicoanalista y escritor.