“Una vez, en el club, ella oyó cuando una señora le preguntó a mi abuela por qué no había tenido más hijos. —Ay, mija —dijo mi abuela—, si hubiera podido evitarlo tampoco habría tenido a esta. Las dos señoras soltaron la carcajada. Mi mamá acababa de salir de la piscina y chorreaba agua. Sintió, me dijo, que le abrían el pecho para meterle una mano y arrancarle el corazón”. La que narra es Claudia, la protagonista de Los abismos, de la colombiana Pilar Quintana, ganadora del Premio Alfaguara de novela 2021. El epicentro narrativo trascurre en un departamento de dos pisos de un barrio alto de Cali cargada de plantas, tanto que la llamaban la selva. El balcón a lo largo del primer piso es una frontera difusa entre el adentro y el afuera de hojas frondosas que se mezclaban con las del parque. La casa también como una forma de estar a la intemperie. Una niña de ocho años con un padre que trabaja en el supermercado familiar todo el día y una madre, también llamada Claudia, ausente y envuelta en las historias que traen las revistas Vanidades o Cosmopolitan, con las espléndidas pero desgraciadas Natalie Wood, Karen Carpenter, o la princesa Grace de Mónaco y sus vidas con finales trágicos de tintes suicidas, verdadera educación sentimental para esa madre disconforme de los años 80. Compartiendo el nombre, la madre llama “tocaya” a su hija marcando un patrón en la relación en un interesante recurso literario de anular su condición de niña y tratarla como a un par. Pero ella es una niña que escucha y se vuelve testigo invisible, una voz narradora sostenida por la pura descripción del mundo que la rodea. No podría ser de otro modo para la mirada y perspectiva de una hija que todavía necesita de la presencia de Paulina, su muñeca de tamaño natural, para no sentirse tan sola en una familia llena de adultos. Pilar Quintana logra en la escritura simple diálogos ágiles y la sutileza para que el fraseo reverbere en el sentido exacto del relato sin caer en la literalidad, tiene la audacia de elegir la escena que narra desde la exacta y verosímil altura de esta niña que mira a las mujeres de su linaje familiar y ve como cierta tradición cultural las ha cercenado, dejándolas estancadas ante la posibilidad de un abismo sobre el cual lanzarse.

Cuenta la autora que “narrar el propio territorio con ojos nuevos”, es una de las consignas internas que tiene para su literatura. Le viene dada de los tiempos de Andrés Caicedo (Cali, 1951-1977), el reconocido autor colombiano de ¡Qué viva la música! que en tan corto periodo de tiempo instaló sello literario en su generación, y a quien la autora reconoce como guía desde sus inicios como escritora. En Los abismos este concepto le cabe tanto a la ciudad de Cali con su particular geografía de valle rodeada de montañas y la exuberante naturaleza de flora y ríos metida en la ciudad, como a su propia infancia y un miedo bien recortado: el del abandono y la orfandad. La anécdota central de la novela nace de un relato familiar, una mujer que se destacaba por su belleza y excentricidad que desaparece una noche después de una fiesta en el club por la ruta montañosa que rodea el Valle de Cauca. Lo contaba la madre de la autora cada vez que hacían ese camino, contaba como la madre de una amiga había desaparecido sin más. Cómo las hijas la esperaban, cómo nunca más volvió, ni habían encontrado su cuerpo sin vida. Dice que volvía sobre ese paisaje cada vez que agarraban esos caminos sinuosos de montaña cargados de niebla y contra curvas atravesadas por precipicios. Verdaderas posibilidades para el que se anime a salirse de rutas prestablecida.

Pilar Quintana es una autora colombiana, caleña, nacida en 1972, que ahora vive en Bogotá, pero que no se ha despegado de Cali en toda su obra de ficción. Ganadora también del IV Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana en 2018 y finalista del National Book Award 2020, en la categoría de mejor traducción literaria con La perra (2017) y con anteriores publicaciones como Cosquillas en la lengua (2003), Colecciones de pavos raros (2007) y Conspiración Iguana (2009), sumado a Caperucita se come al lobo (2012), un libro de ocho relatos que trajo un alto nivel de discusión por lo osado. Una autora, que por otra parte, reivindica con empeño en cada entrevista la producción colombina en el ámbito de la literatura, alienta la lectura de nuevos autores, tanto como reconoce la tradición que ha dejado Gabriel García Márquez, y particularmente en ella la marca de la Crónica de una muerte anunciada, donde dice se encuentra todo lo que tiene que tener una novela.

Desde su anterior novela La perra, tan densa como corta, sobre la carga de una mujer de la costa del Pacífico que no puede tener hijos, junto con esta última, la maternidad se suma como concepto que viene a engrosar ese territorio de ficción —ya labrado de violencia—, que abarca a esa cantidad de mujeres que se vuelven madres, e incluye a las que no pueden serlo, a las que se contestan que no es para ellas y les cabe a las que son conscientes de que su vida sería radicalmente otra sin hijos. Entonces, a estas mujeres, les toca lidiar a diario con el trabajo de criar seguras de querer estar en otro lugar. Y ese otro lugar puede abrirse en una grieta cada vez más profunda para terminar conformando el lugar seguro para caer en ella. Un peligro. Casi el mismo que el de ir de un lado a otro en caminos montañosos alrededor del Valle del Cauca que no dejan ver los precipicios al frente.

“Quería vérmelas de nuevo con el abismo, sentir la cosa rica en la barriga y el miedo, las ganas de saltar y de alejarme”, una confesión que se le podría asignar a todos los personajes de la novela, pero es de la narradora, que tampoco le escapa a la tentación de desvanecerse. Los abismos transita temas fuertes pero no tiene el tono lúgubre que podría infundirle el silencio infranqueable del padre, la repetida escena de llegar del colegio y encontrar a la madre hecha un bollo en la cama con las persianas bajas, o la advertencia de que el trago diario de whisky lo toma cada vez más temprano. La niña que no puede estar sin la compañía de su confidente muñeca sueña con las zapatillas a última moda, tomar helados, pero también pone todo su esfuerzo en salvar a la madre, por lo menos en un retrato hecho en su clase de arte. Lo que no sabe la hija es que es imposible para ella armar estrategias de distancia de rescate, porque no está en ella el artífice y porque no existe el punto de retorno en el deseo de abismarse.