Cuando salí de Salta para estudiar derecho en Buenos Aires, descubrí a la manera de monsieur Jourdain, el burgués gentilhombre de Molière, que yo hablaba quechua sin saberlo. Tal vez sea un poco exagerado, pero recuerdo que en la vida cotidiana usaba una cantidad de palabras que no se conocían en Buenos Aires, y hasta entonces no se me había ocurrido pensar que no pertenecieran al idioma común del país.

Un trabajo muy completo de Susana Martorell de Laconi, El español en Salta, y un fundamental y voluminoso Diccionario de americanismos en Salta y Jujuy, de Fanny Osán de Pérez Sáez y Vicente Pérez Sáez, dan cuenta de las particularidades lingüísticas de Salta, mi provincia, que sin dificultad pueden hacerse extensivas a todo el Noroeste Argentino. Allí se nos informa precisamente de la base quechua (o quichua, porque en este idioma no se distinguen esas vocales) que empapa el habla de la región.

Es interesante saber que a fines del siglo XX se usaban, además de los afluentes que provenían del Río de la Plata, unas doscientas cincuenta palabras quechuas, algunas de las cuales tienen presencia sólida en todo el país: no sé qué haría un argentino de cualquier lugar sin la palabra cancha, ni mucha mitología local sin la palabra pampa.

Pero el problema (que en mi opinión lo es, además de ser una pena) está en la disminución. Hay una pérdida constante de palabras de cuño americano en el habla de nuestro Norte, y por supuesto de todo el país. Y si a esto se agrega otra pérdida importante, la de las palabras arcaicas, que daban un fuerte regusto al habla local, se puede llegar a la conclusión de que todo tiende a lo global, a lo genérico, a la pérdida de lo específico en beneficio de lo supuestamente cosmopolita.

Aquí corresponde mencionar, aunque sea de paso, la larga sombra de la televisión, la gran responsable, terminado el predominio de la radio, en borrar particularidades y distribuir algo así como Coca-cola verbal para todo el mundo.

Afortunadamente, como pasa siempre, una afirmación tan rotunda como ésa es cierta sólo a medias. Sospecho que un salteño o un jujeño no podría vivir sin la sonora palabra acuyico, al menos mientras perviva la costumbre de coquear; y espero seriamente que no desaparezcan nunca de la mesa el locro, el anchi, el charqui ni finalmente la visacara aunque se haya mutado en matambre. Y sería una verdadera derrota para el reino animal la extinción del chalchalero, la acatanca, los tucos o la chuña.

La enorme ventolera que supuso la comunicación en una zona más bien apartada, introdujo modificaciones también enormes en los usos lingüísticos, incluso en la fonética: he captado, con confeso malhumor, cierto shosheo en Salta: me refiero a esa manera ya arraigadamente porteña de pronunciar, no “llueve”, sino “shueve”.

En el capítulo de las pérdidas puede citarse también, como he dicho, la desaparición de modismos antiguos, que se habían conservado allí cuando ya habían desaparecido en todas partes y hasta en el español de España. Durante el tiempo bastante largo que me tocó vivir en Madrid tuve la siguiente experiencia: con un grupo de amigos españoles, casualmente de distintas regiones de España, mantuvimos durante dos años una tertulia que consistió en leer y comentar el Quijote de la Mancha. Mi mujer, también salteña, tuvo la iniciativa de anotar palabras que nuestros amigos desconocían y que nosotros habíamos usado en la infancia. Recuerdo al menos una que Cervantes usa y que en mi casa era bastante común: tratar al estricote. Al margen de la definición más precisa de un diccionario, en mi casa significaba un mal trato sin vesania, como cuando a un niño se lo mandaba demasiadas veces, a traer un vaso de agua, a buscar un cigarro, o a atender la puerta, y finalmente con toda razón se quejaba: me están tratando al estricote. Luego, con los años, hice la experiencia de repetirla en Salta y, salvo algunos mayores, ya nadie la recordaba.

En cambio, y por supuesto, en todo el Norte han prosperado las nuevas palabras vinculadas a la tecnología, y algunas expresiones de las telenovelas, incluso de lo peor, de lo más vulgar de la TV. Sobre lo primero, bienvenidas la tecnología y sus palabras: son, sin más, adquisición imprescindible; y sobre lo segundo, no encuentro mucho que añadir a todo lo dicho sobre el mal uso de la televisión, casi no veo defensas, y en general el mundo ha sido siempre así: cosas que se pierden y cosas que aparecen, a veces por las peores razones. Lo que sí se me ocurre es repetir aquella verdad de Platón, que hoy sigue siendo verdad: “hablar mal no sólo es defectuoso sino que produce daño en las almas”. Por supuesto, no defiendo ñoñerías (Platón tampoco) ni me refiero a las palabras fuertes, de las que soy usuario, sino a la grosería y ordinariez, y no es necesario aclarar más.

Hay una difundida distinción entre idioma y dialecto, según la cual un idioma es un dialecto con ejército. En estos días sigue valiendo, aunque ya no se trate sólo de ejército con armas sino con imágenes, con golpe mediático y voluntad de dominar ese ágora actual, de la que no podemos prescindir, que se llama mercado. Se trata de un ejército infalible, posiblemente invencible, al menos por ahora, que condiciona no sólo la forma de vestir, de comer, de beber, sino los comportamientos de comunicación y destino que se expresan en el habla.

Quiero decir que, en términos generales, el habla del Norte (posiblemente de todas las regiones del país) empieza a parecerse bastante a la de Buenos Aires: palabras y modismos ya son parientes en cualquier parte. Todo, incluso las palabras, llega de inmediato; hay vasos comunicantes rápidos entre los sitios abarcados por la televisión y por los otros medios de llegada inmediata; y aunque parezca lamentable, y hasta increíble, no descuento que en Molinos, un pueblo precioso del Valle Calchaquí, o en Uquía, de la Quebrada de Humahuaca, estén pendientes de algún programa chabacano que la televisión propina esta noche.

Y sin embargo, una vez dicho esto hay que agregar que no es cierto que el mundo sea igual en todas partes; siempre se cuela un punto de vista distinto, un acento especial, una prosodia que modifica todo: una resistencia involuntaria, sin saber que se resiste. La afirmación de una cultura, incluso de manera inconsciente, se expresa en gestos, palabras, modismos y locuciones que se mojan en jugos de cada zona, y no todos son iguales. Y es bueno que esto ocurra, que el mundo no llegue a ser plano sino que esté accidentado de diferencias, variantes, matices y percepciones distintas. Y que siga teniendo razón César Vallejo cuando dijo para siempre: “¡Tanta vida y jamás me falla la tonada!”.

*Poeta salteño, miembro de número de la Academia Argentina de Letras (2014) y miembro correspondiente de la Real Academia Española (2015).