Gay, lesbiana, trans, heterosexual o no binario, el personaje del enamorado puede volverse insoportable, sobre todo para sí mismo. En el segundo libro de poemas de Manuel Sánchez Ruiz (Buenos Aires, 1989), Ojala lo hubieras visto (Tren Instantáneo), el deseo se expresa con insistencia como un deseo de la presencia del otro en dos series de poemas. En la primera, que da título al volumen, se narra en veintitrés escenas el auge y el ocaso de una relación amorosa entre dos hombres, separados por los kilómetros que hay entre una casa en Banfield y otra en La Lucila. Esa distancia –multiplicada por la que impone la espera- se acorta con mensajes de WhatsApp, rituales domésticos y memorias eróticas, que apuntan su propio recorrido: “al final te ponés de pie/ yo deslizo/ cada botón de tu jean/ por su ojal// y me pierdo entre esas hebras/ de pelo negro// que como un camino frondoso/ conecta/ la base de tu abdomen/ con tu sexo que se agita/ y despierta”.

Ver (y tocar) es amar, y lo demás es literatura. “Contar la historia en verso de alguna manera posibilita no tener que contarla toda –dice Sánchez Ruiz-. Poder contar también en los espacios en blanco, en lo que no está escrito o en la distancia entre los poemas. Estos últimos son fragmentos o instantes de esas historias. De alguna manera, los poemas como retazos o momentos son el trabajo del enamorado, como decía Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso”. La tarea del enamorado se activa con la ausencia del otro, como sugiere el epígrafe de El mal amor, de José Sbarra: “Me encerré a escribir. Esa fue mi manera de esperarte”.

La espera declina como la luz del día. “Cuando no venís/ tu silencio cubre de un golpe/ las cosas de las casa”, se lee el octavo acto de este drama –todavía juvenil- del desencuentro. El amado es menos lírico que el que ama en Ojalá lo hubieras visto; se expresa con frases hechas, excusas, mensajes de texto o audio, fotos que viajan por celular, hasta que, con “un mensaje redondo”, arroja la bomba que pone fin al romance. El largo poema se construye desde esa “zona de impacto”.

La luz enlaza una serie con otra. Mientras en la primera la “luz fecunda” del sol cubre las plantas y la pena del que ha sido abandonado ¡por mensaje de celular!, en la segunda circula a través de los rayos, brillos, chispas e intermitencias que provoca el acercamiento entre dos hombres durante una fiesta nocturna: “¿por qué me siento de pronto/ un niño intrépido/ encandilado por la luz?”. “En ‘Solo la luz que se desliza’, los poemas intentan ser flashes de una fiesta, desde la ilusión de la preparación del encuentro, y del encuentro propiamente dicho, hasta el final fallido cuando comienza a amanecer –indica el autor-. Una vez más, el desencuentro y el otro que elige dejar de estar”. En los poemas de su libro anterior, La flecha dorada (Alción, 2018), Sánchez Ruiz –que también es psicólogo- indagaba en otros episodios eróticos con hombres en tránsito por distintos lugares del mundo. Cupido baja y sube, con alas y sin pasaporte, del Olimpo al mundo.