Desde que Zeus castigó a Prometeo por entregarnos el fuego, o incluso antes, cuando IHVH nos prohibió el fruto del árbol del conocimiento, los humanos sabemos que algo temible anida en la tecnología. La invención misma de la palabra “robot” (en la obra R.U.R. del gran Karel Capek) se dio en el marco de una rebelión destinada a terminar con la humanidad. Nuestro presente, con una tecnología ubicua, incorporada a cada detalle de nuestra vida cotidiana, no puede estar ajeno a esos temores. Hasta que llegaron los Mitchells al rescate.

The Mitchells Vs. The Machines es un suceso un poco inesperado, que asoma entre los “top ten” con que Netflix recibe a sus resignados suscriptores. Es posible que parte del éxito se deba a que la película trata sobre dos cuestiones que la pandemia exacerbó: nuestra dependencia de la tecnología, el quiebre generacional que esa dependencia exhibe. También puede haber influido su atractivo visual y un guión que avanza a una velocidad tal que impide más consideraciones que entregarse a la diversión.

The Mitchells… tiene como protagonista a Katie, una adolescente que va a estudiar cine a California y está por dar ese salto a la vida adulta que dan los norteamericanos cuando marchan a la universidad. Su padre, un amante de la vida natural y el do-it-yoursef –el típico padre desesperado porque sus hijos no sacan la vista de la pantalla del celular– decide cancelar el pasaje de avión y llevarla a California en el desatartalado auto familiar, junto con la madre conciliadora, el hermanito fanático de los dinosaurios y un perro gordo, bizco y abombado. Mientras ellos viajan por la Norteamérica profunda, el asistente virtual de “Pal”, una empresa que mezcla la omnisciencia de Google con el toque cool de Apple, toma el control de unos robots recién lanzados al mercado y decide expulsar del planeta a todos los humanos. La esperanza de salvación será esa familia –disfuncional dentro de las limitadas disfunciones que el mainstrean tolera– y el poder que ofrece la combinación de lo digital y lo analógico: los destornilladores y los videos de Youtube.

La producción, y sobre todo la difusión de la película fueron casi tan accidentadas como el viaje familiar, y dicen mucho sobre el estado actual de la industria cinematográfica. Fue contratada por Sony en 2008 y estaba lista para ser estrenada en salas en 2020 con un feo título alternativo, Connected. Tras posponer varias veces su estreno por la pandemia, Sony vendió la película a Netflix hace pocos meses. Sin embargo, y contra lo que podría esperarse de semejantes vaivenes industriales, la película fue un éxito y lleva la marca de su director, el debutante Mike Rianda, incluso al límite de lo autobiográfico. “Traté de tomar lo que más quiero en el mundo, mi loca familia, y mezclarlo con mi mayor preocupación cuando era un nene: matar robots”. Rianda estudió en CalArts, Instituto de Artes de California (como su personaje Katie), y fue pasante en Pixar, pero su principal aprendizaje se dio como guionista y asesor de Gravity Falls, la hermosa serie animada creada por Alex Hirsh en 2012.

The Mitchells… y Gravity Falls están unidas por la ficcionalización desatada de los recuerdos de familia y esa curiosa y poco explotada relación: el cariño entre hermanos, Sin embargo, visualmente, la película recorre otro camino. Los productores son Phil Lord y Chris Miller, los responsables de las “Lego Movies” y de la notable Spider-Man: Into the Spider-Verse, y ahí hay sin dudas una continuidad visual. Según Rianda, Lord y Miller le mostraron cómo hacer que la película “parezca dibujada”, y no el resultado de una inteligencia artificial.

En The Mitchells… tienen lugar todos los registros de la animación: los colores planos vibrantes y los fondos de acuarela, el 3D al que nos acostumbró Pixar y el clásico 2D de la animación clásica, los trucos de la animación casera y los filtros que incorporan las redes sociales o esos videos de YouTube diseñados para ver un minuto y olvidar al siguiente. Todo sirve: la textura de la película se hace cargo de la historia de la animación, y se nos presenta con la variedad que podría haberle otorgado una edición final a cargo de la propia Katie MItchell. Habrá que ver cuántos de esos recursos envejecen, pero en el frenético presente de las compañías de streaming las capas de comentarios visuales sobre cada plano logran dar cuenta de un estado contemporáneo del mundo las imágenes.

Se trata, en buena medida, de la película de un estudiante de cine sobre una estudiante de cine, y por eso está plagada de referencias a películas y directores que pueden seguirse como un juego de ingenio –las medias de Katie tienen el dibujo de la alfombra del hotel de El resplandor de Kubrick– o rastrearse en los sitios de internet dedicados a esos hallazgos. También se multiplican las referencias al sistema de memes y chistes que circulan en las redes, y que difícilmente pueda reconocer un espectador maduro. Ese sistema de referencias es parte de ese público doble que la película construye: ideal para que vean niños y adultos a la par.

Las películas de animación son como catedrales góticas: el resultado de una Babel de artesanos. Las cualidades visuales de la película son también mérito de un sin fin de dibujantes, y en particular de la diseñadora de producción, Lyndsey Olivares. Un recorrido (muy recomendable) por su sitio web (lindseyolivares.com) permite captar su conexión con una estética de los años ‘50 en la que pueden imaginarse trazos de Chuck Jones, los cortos animados de la UPA (United Productions of America) o las caricaturas de Al Hirschfield. Un conjunto de referencias visuales que le ofrecen, justamente, esa calidez de lo “dibujado” al mundo del 3D.

The Mitchells… es una película conservadora (usado el adjetivo como descripción y casi como elogio): un canto a la potencia de la familia tipo y, sobre todo, una película de reconciliación. Reconciliación de una hija con su padre, reconciliación entre estéticas visuales contrapuestas y entre usos de la tecnología más avanzada con las habilidades humanas más arcaicas. No es casual que haya sido celebrada en comentarios diversos como un buen programa para ver con los hijos. No sé si es una razón para recomendarla (como dijo un gran dibujante local, “es como recomendar un restaurante porque tiene pelotero”) pero sin duda es una muestra de coherencia entre forma y contenido.