A quién se lo voy a pedir si no es a vos. Al menos inténtalo dijo Juan después de hablar sobre la piedad. Por favor, agregó, pasándome su mano con toda la suavidad del mundo por la cara y el cuello, sabiendo que ese es el mimo que más me gusta. El sábado al mediodía, sugirió cuando supo que yo había aflojado. Y así fue. La primera vez cuando corté el teléfono temblaba. Sentí que era una porquería. Engañar así a una pobre vieja. La garganta destrozada de forzar la voz. La noche anterior había practicado. Juan decía que estaba perfecto, que cualquiera del otro lado pensaría que hablaba un hombre. Eso mismo dijo el día que me convenció. De haber sido una mujer con voz chillona ni te lo hubiera pedido, aclaró esa vez.

Cuando lo propuso me negué rotundamente. Qué porque no lo hacía él. A mí me reconoce la voz, se excusó, soy el médico que la revisa todos los meses. Es vieja pero no tonta. Lo merecerá, pregunté, buscando una excusa. Se quedó callado. Yo sabía que estaba pensando algo para convencerme. Algo breve pero contundente que llegara hasta el fondo de mi sensibilidad femenina. Como sacando un as de la manga Juan nombró la palabra misericordia. Le dije que esa palabra sonaba a cosas que tienen que ver con la religión y eso me predisponía peor. Él respondió que no era importante la palabra que utilizáramos. Que hay cosas que se hacen por piedad. Y no se piensan. Se hacen y punto.

Al principio fue difícil. Lo primero que ella dijo fue: hijo, cuándo vas a venir. Quedé muda. Después de todo no era una pregunta tan extraña, sin embargo algo me impedía contestarle. Amagué poner el tubo sobre el aparato cuando de algún lugar más profundo que mí garganta salió un apenas pueda grave. Lo más grave que permitieron mis cuerdas vocales y a la vez tímido. Preguntó si estaba bien. Dijo que me notaba raro. Le contesté que sí, nomás la voz tomada por un resfrío. Esa respuesta pareció tranquilizarla. El rato que siguió hasta que cortamos fue un diálogo flaco entre una madre triste y un hijo extraño. Los "mamá" salían forzados, indiferentes. Poco creíbles. Percibí que ella los advertía de ese modo. Mi voz de hombre no estaba tan mal, pero no alcanzaba a reemplazar a un corazón de hijo y peor aún seguirle el pulso a una vida impropia y desconocida que de pronto pasaba a ser la mía.

Algo me decía que estaba haciendo una locura. Intenté renunciar pero Juan dijo que probara algunas veces más. Tenía razón.

Después se transformó en un hábito. Todos los sábados a la misma hora. Arreglado con la mucama. A las once y diez. Veinte minutos antes de la hora del almuerzo. A las once y media, como siempre, la buscaba para llevarla a la mesa y la comunicación se acababa. Ella trataba de prolongar ese momento. Entonces cuándo vas a venir, decía. Pronto viajo lejos por trabajo. Otra vez viajás lejos, qué vida. Te voy a llamar igual, no importa lo lejos que esté. Gracias hijo. Sus sollozos traspasaban el teléfono. Podía imaginarle las lágrimas. Tan ocupado estás. Es la vida moderna, mamá. Un año y medio hace que no venís. Fue el domingo veintiuno de marzo del año pasado, cuando empezó el otoño, la última vez. Claro que fue el otoño pasado. Cuando Juan vino del hospital con la cara larga. Yo conocía esa cara. Un accidente. No pude salvarlo, un tipo joven. La madre vive, tiene noventa años, está en el geriátrico. Él vivía en la ciudad. La visitaba todos los meses. Al poco tiempo fue cuando se le ocurrió lo de las llamadas.

Hay veces en que ella estaba triste. Eran los peores días. Hablaba de la soledad y que en donde estaba las horas eran todas iguales. No se consolaba cuando le decía que muy pronto íbamos a vernos. Lloraba con lágrimas silenciosas, conteniéndose para no preocuparme. Hablaba de papá, cuando murió y nos quedamos solos. Así lo decía. Cuando nos quedamos solos. Después la línea quedaba en silencio. Ese silencio me daba tiempo a comprender hasta dónde puede calar el dolor por las ausencias y porqué la mirada de los viejos casi siempre es una mirada triste. Donde las penas se las arreglan para ir dejando cada una su marca.

Otras veces la encontraba optimista, ahí era cuando recordaba con lujo de detalles su infancia y su juventud. Y el mejor momento de su vida, que era mi llegada al mundo. Sonreía mientras volvía al pasado. Podía percibir el brillo de sus ojos al evocar esa época. Te acordás, decía. El día que te caíste en el barro con el traje de comunión y tuvimos que salir corriendo a buscar un pantalón prestado. Después de todo terminó siendo cómico, el pantalón te quedaba enorme. Me causó gracia y sonreí. Con sonrisa de mujer. Te pasa algo hijo. Debe parecerte mamá. Debe parecerme hijo. Era ella la que se reía de mí, ayudándome a pasar el mal trago.

Cuando cortaba la comunicación siempre sentía alivio. Y no era solo por la garganta que me ardía de forzar la voz. Tampoco era lástima. Era algo gratificante. No quería reconocerlo pero quizá era misericordia como dijo Juan aquella vez.

Con el tiempo era yo la que esperaba los sábados a las once y diez. La voz de hombre me salía natural y creo que muchas veces hasta me olvidé de hacerla y ella ni se dio cuenta. ¿O sí? Vaya a saber. No importa. Era feliz escuchando sus historias, donde casi siempre yo era protagonista. Percibía que todas esas vivencias que ella iba enumerando habían sido reales en algún momento de mi vida. Podía palpar su mano suave llevándome camino a la escuela, o sentir el aroma a chocolatada y a buñuelos calientes a la hora de la merienda. O, en alguna noche de invierno, sentir sus pasos acercarse a mi cama con delicadeza para ver si estaba bien tapada. Ella hablaba con entusiasmo y ya no preguntaba cuándo iba a ir a verla. Era evidente que esperaba los sábados al mediodía, igual que yo. Si se acordaba de algo que se había olvidado de decirme la llamada anterior lo mencionaba apenas atendía el teléfono, riéndose de su mala memoria. Era como continuar una conversación con un amigo al que hace mucho tiempo no se ve.

Uno de los últimos sábados al atenderme la noté preocupada. Después de un rato donde hablaba en círculos, queriendo decir algo que se notaba no le era fácil, apenada dijo que la noche anterior no había podido dormir porque intuía que yo no estaba bien. Fue como una pesadilla, dijo. Una pesadilla horrible. Pensé que nunca más volverías a llamar. Sollozaba. Estabas muerto, hijo. Estabas muerto, repitió. Se escuchaban sus gimoteos entre cortados. Mi intuición de madre no puede fallar. Vos no… Se quedó callada. Qué lindo sería si pudiera verte. Tocarte. Saber que estás bien. Sano. Fuerte. No muerto, como te soñé. Un año de muerto llevabas. Hizo un silencio. Apenas pueda, dije sin dudar, segura, con firmeza, convencida de que realmente pronto iría a su encuentro. Sentí en la piel el calor del abrazo que nos daríamos.

Dos días más tarde Juan llegó y dijo que ya no necesitaría más esforzar mi voz. Que ella no se había despertado de la siesta. Enseguida pensé en el sábado siguiente a las once y diez. Y en esa visita que había decidido hacer aunque fuera una locura. Un vacío fue invadiéndome. Una tristeza rara. Inexplicable. Tratándose de alguien del que ni siquiera conocía su cara. Sentía impotencia al pensar que ella se había muerto sin que pueda acercarle alguna palabra los últimos instantes. Como una frase que aparece por su cuenta, salió de mi boca un apenas pueda grave y lo abracé a Juan. Llorando. Él, mimándome la cara, dijo que me quedara tranquila, ella ya se había encargado de contarle a todo el mundo acerca de su hijo. Ese hijo tan bueno, tan generoso y presente, aunque el último tiempo lo notaba algo raro.