“Estar con otro es difícil. Estar con otro es un trabajo, un esfuerzo. Entender, o no entender, o tratar de entender. Lo que uno piensa que uno es. Lo que el otro cree que uno es. Los deseos y las ganas propias. Los deseos del otro. Las ganas del otro. El trabajo del otro y el trabajo de uno. El trabajo en equipo: el trabajo, la pareja, la amistad, la vecindad. Desgaste, malentendidos, entredichos. Lo que no se ve, lo que no se escucha, lo que no se quiere ver, lo que es tan terriblemente doloroso que uno prefiere no saber”, escribe el narrador de Los Llanos, primera novela de Federico Falco que resultó finalista del 38 Premio Herralde de Novela, en un cuaderno durante el mes de junio, especie de diario o bitácora que el personaje lleva sin otro orden cronológico más que aquel que marcan sus propias emociones, las dificultades cotidianas que surgen en la vida de campo; porque ha decidido alquilar una casa en Zapiola con la intención de alejarse de todo aunque se ha llevado a cuestas su vida entera.

Tal vez se trate justamente de eso, intentar resguardarse en un lugar natural, amplio como una conciencia limpia para poder ordenar y entender muchas de las experiencias vividas. Sobre toda una: la ruptura con Ciro, su pareja. El final de una etapa, el principio inexorable que entrañan todas las clases de duelos. “Los llanos surgió de una manera un tanto azarosa” dice Federico Falco, autor, entre otros libros, de La hora de los monos (2010), Un cementerio perfecto (2016). “Mientras terminaba mi libro anterior, Un Cementerio perfecto, había empezado a sentir que necesitaba cambiar algo en mi relación con la escritura, que de alguna manera le estaba pidiendo a la escritura que fuera demasiado funcional a una trama, a una historia. Entonces empecé a pensar en la escritura como una práctica y a sentarme a escribir sobre ciertos temas o personajes o paisajes que iban surgiendo, que me iban llamando la atención, pero sin necesariamente darle a esas anotaciones una forma o una utilidad. De a poco se empezó a acumular material, materia prima sobre la mesa”.

FOTO DE RUTH GUZMÁN

“Por otra parte, en 2017 Álvaro Bisama me sugirió que escribiera un texto sobre la relación entre huerta y escritura para un ciclo que él estaba organizando en la Universidad Diego Portales. Yo tenía mis dudas al respecto, pero ese fue el puntapié para tomar ciertas notas, empezar a llevar un diario sobre mi experiencia con la huerta, empezar también a leer un poco al respecto. Al final, ese texto para la UdP viró hacia otro lado, pero antes empezó a ramificarse y transformarse en una serie de proyectos en paralelo sobre temas que me interesaban: el paisaje de la llanura, el paso del tiempo, las relaciones amorosas, la memoria, las estructuras narrativas. Después, tardé cierto tiempo en ver que ahí había una novela, que esos proyectos que yo creía que corrían en paralelo en realidad orbitaban alrededor de una serie de núcleos que dialogaban entre sí. Así que el libro se fue armando un poco como tanteando en la penumbra, viendo cómo reaccionaban estos textos al ponerlos a dialogar entre sí, qué se generaba en esa vecindad, en esa coexistencia, como se iban amalgamando. En algún momento se hizo evidente que necesitaba transformar al narrador en un personaje y empecé a tirar de ese hilo, a rellenar los huecos que iban quedando, a completar la historia”.

En el recorrido interno que hace el personaje hay una búsqueda que puede llevarlo a pagar ese costo alto que significa conocerse a sí mismo.

-Mi idea era que el personaje que narra la novela viniera de una gran crisis, de un gran desacomodo en su vida: su pareja de muchos años se terminó sin que él entendiera bien por qué, se cayeron sus planes, su idea de lo que iba a ser el futuro se derrumbó por completo, no puede seguir escribiendo, se quedó girando en falso. Y ahí, después de haber perdido todas las coordenadas, es donde decide volver al campo, alquilarse una casita, hacer una huerta, tener gallinas, cosas que resuenan con su pasado, con su lugar de origen y su infancia. Su necesidad en principio es la de rearmarse, pasar un tiempo en soledad para lamerse las heridas y ver por dónde seguir, pero claro, antes de poder hacerlo no le queda más remedio que mirar para adentro y enfrentarse con lo que encuentra. Porque, ¿qué pasa cuando se nos rompe el relato subterráneo que nos sostiene? Esa era una pregunta que me interesaba explorar en la novela, sobre todo cuando quien se queda sin relato es un escritor, alguien que un poco se dedica a eso, a armar relatos día tras día. Entonces, tal vez el costo a pagar a cambio de poder conocerse sea, justamente, poner en jaque el relato que hasta ese momento se contó a sí mismo y con el que se sostuvo: ese relato sobre quién es, qué hizo, cuál es su pasado, cuáles son las decisiones o los acontecimientos que lo llevaron hasta allí. Y después de desarmar, revisar, y desmontar todos esos relatos, ver qué queda, ver qué aparece, qué se quiere y que se puede volver a armar con eso, qué hay ahí abajo. Un poco ese es el movimiento de la novela. De algún modo la narración de un duelo, pero también, esa incertidumbre, y esa espera por ver qué aparece, qué termina siendo uno después de que se le caen las estructuras con las que se sostenía.

CITAS DESDE EL LLANO

Entre las anotaciones del cuaderno del narrador, en Los llanos pueden leerse, entre otras, estas citas.

"Notas en un cuaderno a lo largo de los meses:

La pregunta importante no es ¿qué significa?, sino ¿qué es?, dice Anish Kapoor.

La forma en que uno pasa sus días es la forma en que uno pasa la vida, dice Annie Dillar

Lo más difícil son los finales, dice Hebe Uhart. 

Siempre es difícil despedirse de alguien que se quiso mucho.

Amar la forma es amar los finales, dice Louise Glück."

“Las citas en la novela funcionan como una especie de compañía para el narrador, una conversación que él va estableciendo con diferentes libros y autores", señala Falco. "En algún momento sentí que estaba enfrentando al personaje a una soledad demasiado absoluta, y para solucionarlo se me ocurrió que en esa mudanza al campo también había mudado su biblioteca. Y eso permitió que aparecieran las escenas de lectura o de relectura y de diálogo con los subrayados de sus propios libros, ese reencontrarse con lo que había subrayado antes, en otro momento, cuando era otra persona y pensaba en la escritura de otra manera, o ese volver a leer y encontrar algo que antes no había visto. Ese diálogo, esa conversación que vamos armando con ciertos libros que nos marcaron, con ciertos autores, con ciertas zonas de la propia biblioteca a mí siempre me pareció algo muy central en todo proceso de escritura. Ya sea para discutirlos, para responderles, para encontrarnos o reencontrarnos en ellos, para aprender ciertas cuestiones técnicas, ver cómo resolvió un cambio de punto de vista, ver cómo organizó la estructura, pero también para ver cómo otro autor le puso palabras a algo que nosotros sentimos pero hasta ese momento no sabíamos nombrar”.

Una de las citas que está incluida en la novela es de Corita Kent, donde dice que uno de los propósitos del arte es advertirnos sobre ciertas cosas que nos pueden haber pasado inadvertidas.

-Para mí la lectura muchas veces es eso: una voz que me señala algo que yo no había visto antes, a lo que no le había prestado atención o que no sabía nombrar, un recurso nuevo, una posibilidad nueva para narrar, o para construir un personaje, o para resolver un final o incluso, algo que nunca antes había considerado como un posible tema de escritura. Escribir, y también leer, pueden ser dos actividades muy solitarias, pero de alguna manera siempre hay alguien ahí con quien se está hablando, con quien se está discutiendo o de quien se está aprendiendo. Siempre del otro lado de la página hay alguien que acompaña y ese diálogo con otros libros y otros autores que se va armando entre la lectura y en la propia escritura me parece algo fundamental. Es un diálogo en diferido a través del tiempo y del espacio, pero que de alguna manera acompaña, ayuda a pensar, muestra un posible camino y, muchas veces, enciende el deseo de escribir, nutre las propias ganas.

Hay una escena muy interesante en relación a las fotografías y el tiempo detenido, lugar de donde surgirán luego reflexiones en torno a ficciones en sus múltiples formas.

-En un momento, al recordar su infancia, el personaje describe una caja de viejas fotografías con las que a veces, cuando era chico, su abuela lo dejaba entretenerse. Eran todas fotos de sus antepasados, y él las sacaba, las separaba según quién apareciera en las fotos y las reacomodaba en una especie de montaje o de secuencia que trataba de armar una cronología imaginaria, fantaseada. ¿Quiénes habían sido esas personas?, ¿qué había pasado antes?, ¿qué después?, ¿cuál era la historia que encerraba determinada imagen? Ese fantasear sobre la imagen es algo que creo que a todos nos pasa, como si ante una imagen de desconocidos la imaginación no pudiera evitar inventarse una historia, armar un cierto relato. Es algo que sospecho que tiene que ver con esa ilusión de tiempo detenido de la imagen, esa sensación de capturar el tiempo y, por lo tanto, al imponerle un recorte, darle también la posibilidad de una lectura, de un sentido: si hay imagen, tiene que haber relato.

¿Cómo integraste estos elementos de imágenes a la narración?

-Me gustaba esa idea del jugar con las imágenes y también, la idea de que esas imágenes podían funcionar como hitos a partir de los cuales rearmar una vida. Antes, cuando tomar una fotografía era todo un acontecimiento, las imágenes marcaban puntos de giro en la narrativa de una vida. Solo se visitaba al fotógrafo cuando había un cambio de status: un bautismo, un velorio, un matrimonio, un aniversario. En la novela, el personaje de la abuela se encarga de anotar detrás de cada una de las fotografías de la caja quiénes son esas personas, cuándo y dónde fue tomada. Y al darle nombres, al escribirlas, fija una historia, y las convierte en testimonios, en imágenes que documentan y arman una historia familiar. Y eso es también algo que siempre me llamó la atención en la idea de álbum familiar: esa sensación de que una vida puede reducirse a una serie de eventos importantes, de hitos. Uno pasa las hojas del álbum y no hay rastros de rutina, de aburrimiento, de días en los que no sucedió nada. Es como si en el relato que arman las imágenes no hubiera espacio para esas cuestiones y las eliminara a golpes de elipsis. Al aplicarle a las formas de la vida una lógica de la ficción, de lo narrativo, de solo narrar lo importante, creo que lo que aparece es cierta idea de control, de seguridad, como si ese relato pudiese proyectarse hacia el futuro y, de alguna manera, lograr controlar lo que viene. Porque lo que queda afuera del relato en imágenes es, justamente, la incertidumbre, la ansiedad, el no saber qué es importante y qué no, todo lo misterioso que puede ser un recorrido vital.

La reconstrucción que tiene relación con la memoria y sus arbitrariedades.

-Justamente, porque en las arbitrariedades de lo que se recuerda aparece otra vez esa idea de ficción, de la memoria como una ficción que nos damos a nosotros mismos, como una manera de leernos y, también, a veces, de tranquilizarnos, de creer que porque venimos de tal o cual lugar podemos saber qué esperar de nosotros mismos. El personaje de la abuela, al anotar en el reverso de las fotografías esas pequeñas historias, lo que está haciendo es crear un pasado, editarlo, acondicionar un relato familiar que trascienda de generación en generación. Y me gustaba dar cuenta ese momento fundacional de una ficción. En la novela incluí un verso de Lyn Hejinian que me gusta mucho: “cada familia tiene su propia colección de historias, pero no cada familia tiene a alguien que las cuente”. De alguna manera, el personaje de la abuela ahí funciona como quién toma la palabra, asume el poder que pueda dar la palabra y cuenta la historia. Pero por otro lado, el verso de Hejinian se podría contrastar con esa otra frase de Milosz que dice que cuando en una familia nace un escritor, esa familia tiene que saberse condenada. Que es una frase brutal, sobre todo porque deja afuera la posibilidad de la escritura desde el amor, y también porque plantea la escritura como una forma de destrucción de un relato previamente instaurado: la escritura como desarme de la historia familiar. A cambio, le da espacio a la imaginación, la fantasía, el juego con las imágenes familiares como una forma de liberación. Ese balanceo, esa oscilación entre lo que necesitamos creer para poder ser y lo que necesitamos destruir para poder ser, siempre me llamó mucho la atención y de alguna manera quería que fuera uno de los núcleos de la novela.

Existe una zona de lo inefable en el desamor, la ruptura de pareja o el final del deseo que aparece como otro de los grandes pilares del libro. ¿Cómo decidiste que fuera parte de la novela?

-Me interesaba esa ruptura de pareja sobre todo desde lo sorpresivo, desde el no entender. No es una pareja que se desgasta, un desamor que se transita sino más bien un corte neto del que el personaje no entiende las causas. Y me interesaba justamente desde el sinsentido, porque pone al personaje en una lectura paranoica del pasado: todo podría haber sido causa de esa ruptura. Ese es uno de los puntapiés de la novela, lo que pone la narración en marcha y lo que enfrenta al protagonista a eso que todos sabemos pero que no es tan fácil de aceptar: que en el amor no hay explicaciones claras, no hay un por qué definido. No hay una razón para el amor y no hay una razón para el desamor. Lo que sucede en la novela es que el narrador no puede soportar ese misterio. Esa incertidumbre lo aplasta, lo enreda, lo lanza a un pensar desesperado y rumiante porque cree que pensando, desenredando, entendiendo qué fue lo que sucedió, podría salir de la angustia, encontraría alivio. Necesita armar una historia, necesita entender qué pasó, y como no puede hacerlo, su propia fe en las historias, en los relatos, entra en crisis. ¿Cómo seguir escribiendo?, se pregunta frente a ese punto ciego. ¿Cómo confiar en las palabras, en las oraciones, en los párrafos, en las estructuras de una historia si su propia vida se arma sobre el no entender, el sinsentido? En el fondo lo que está en juego es la tensión entre las formas del arte y las formas de la vida, y la opción que el narrador encuentra es un hacer no en la escritura, sino en la vida: cultivar una huerta, cavar, sembrar, sacar yuyos, para a partir de ahí volver a pensar su relación con la escritura, o encontrar un nueva manera de escribir, también de escribirse a sí mismo ahora que es otro, ahora que la vida lo transformó en otro.