Hoy martes, en su casa de Milo, en Sicilia, murió Franco Battiato. O se transformó, convencido de que no hay muerte, sino mutación, cambio de lugar, como dijo en una entrevista al diario italiano La Reppubblica en 2012, ocasión de la salida de Apriti Sesamo. En aquel disco Battiato terminó de afirmar su condición de artista siciliano, el aura que le permitía ser escuchado como una llave entre Oriente y Occidente. Tenía 76 años y un pensamiento en el que con cierto gesto místico procesó el saber campesino de sus mayores, la filosofía del estudiante impenitente y la experiencia del autodidacta que necesita abrirse continuamente a los asombros del mundo. Detrás de la figura delgada y alargada, y el narizón que le sostenía los anteojos amplios, Battiato dejaba entrever algo de profeta. Un aire que usaba con sabia distinción y que le permitió colocarse por sobre el universo de la canción italiana, en general más preocupada a sobreactuar las fórmulas de su tradición antes que extenderse hacia la experimentación y el riesgo.

Franco Battiato nació el 25 de marzo de 1945 en Jonia, en una familia de pescadores. Su padre fue camionero y estibador en Nueva York. Emigrado a Milán en busca de mejor fortuna, el joven Battiato trabajó al principio como guitarrista en un cabaret, el Club 64, donde conoció a Paolo Poli, Enzo Jannacci y Bruno Lauzi, por entonces artífices de lo que poco después se conocerá como “Canción de autor”. Notado por su originalidad entre otros por Giogo Gaber, antes de recibir la ciudadanía en el mundo de la canción italiana, Battiato partió hacia el este. El Monte Athos y Konya, “la ciudadela del Islam”, junto a sus lecturas de Aurobindo y Gurdjieff, y el interés por el misticismo sufí y el budismo tibetano, fueron la materia con la que elaboró un misticismo personal, mientras en los atlas buscaba ciudades con nombres sugerentes para hacer canciones.

La obra de Battiato - cantautor sin etiquetas- puede leerse y escucharse como la lectura del siglo XX, el tiempo que le tocó vivir, desde los pliegues de una periferia integrada. Su música forjó una forma de originalidad entre el pop y la canción de autor, e indagó en lo que en Europa llaman música culta, transitó las veredas de la vanguardia, experimentó con la electrónica, se midió con la música étnica y también con la ópera. La pintura ocupó buena parte de su tiempo y el cine fue otra herramienta útil para llevar la realidad a su mundo. Dirigió varias películas, entre ellas Musikanten, sobre Ludwig van Beethoven, que fue presentada en el Festival de Cine de Venecia en 2005.

Muchacho rebelde en años de rebeldía, Battiato asomó a la escena de la canción italiana a inicios de la década de 1970. Con Fetus (1972), un álbum conceptual basado en la sociedad distópica de El nuevo mundo (1932) de Aldous Huxley y los escritos del místico hinduista Paramahansa Yogananda –precursor del yoga en Occidente–, el cantante afirmó su condición de artista incómodo y provocador. Algo así como un apocalíptico pacifista, amenazante del orden establecido en la música leggera italiana.

En 1979, afirmado en el universo de la “canción de autor” Battiato propuso L’era del cinghiale bianco (La era del jabalí blanco), una obra maestra que entre fascinaciones místicas, esoterismo bien temperado y citas cultas europeas, redondea un lenguaje nuevo y personal, manejado con una objetividad y una distancia emotiva con los oyentes hasta ese momento impensable para la apasionada tradición de la canción italiana.

Esos temas de Battiato desplazan el “yo” latente en toda canción a partir del trabajo con la técnica del fragmento y la casualidad, propia de los surrealistas. Así, produjo perlas de extraordinaria belleza como “Stranizza d'amuri”. Al año siguiente, con Patriots, otro disco formidable, esa sorprendente forma de entender melodías y palabras quedó aún mejor definida y dio frutos maravillosos como “Veneza-Istambul” y “Prospettiva Nevski”, acaso la mejor canción del siciliano.

En los ’80 Battiato no resistió a la tentación comercial y con La voce del padrone logró lo que los números describen como “un gran éxito”. Canciones como “Bandiera bianca”, “Cuccurucucù” o “Centro de gravità permanente” demuestran una refinada arquitectura al servicio de una expresividad inmediata, que no sacrificaba ironía y otras formas de la inteligencia.

Alejándose de esas formas de éxito antes de ellas se alejaran de él, Battiato retomó pronto su rumbo personal. En temas como “E ti vengo a cercare”, del disco Fisiognomica (1988), “L’oceano di silenzio”, del disco Giubbe Rosse (1989) “La cura”, del disco L’imboscata (1996), la distancia emotiva que había caracterizado sus primeras obras se disuelve en un tono doloroso, reflexivo, pero siempre precioso, oscilante entre el amor terrenal y formas de espiritualidad abstracta. Que, sin embargo, recomponen luego su materialidad en canciones como “Povera Patria”, parte de Un cammello in una grondaia (Un camello en una canaleta). Es un disco de 1991 inspirado en Al-Biruni, un científico persa del siglo XII.

Caffè de la Paix (1993), Ferro battuto (2001), Dieci stratagemmi (2004), Il vuoto (2007) y Torneremo ancora, un disco de grades éxitos cantados junto a la Orquesta Filarmónica de Londres, fueron sucesivas afirmaciones de una manera de concebir la canción como un mundo en permanente transformación. O al mundo como a una canción por descubrir.

Más allá de las canciones, las que usó él y las que escribió para otros –como por ejemplo para la gran cantante Milva–, Battiato también fue muchas otras cosas, pero siempre desde el mismo lugar, ese oasis cultivado desde el propio desierto. El lugar del ávido perseguidor del arte, que entre la materialidad y la espiritualidad, el rigor y la coherencia, fue implacable ante la ligereza y, a su manera, siempre inconformista.

De alguna forma, en las canciones de Battiato se escucha una forma de sacralidad. No tiene tanto que ver con ese misticismo personal que el siciliano supo cultivar, que tan fácilmente podría confundirse con la filosofía New Age que expande hoy su ataque al sentido crítico, pero que no tuvo nada de eso. Lo que despierta las canciones de Battiato es, más bien, la sensación de escuchar al que canta por encima de los gestos, en dirección al silencio.