El proceso                 10 puntos

Process, Países Bajos/Rusia, 2018

Dirección: Sergei Loznitsa

Duración: 125 minutos

Estreno en Mubi.

El hecho del que da cuenta (aparentemente nimio y sin embargo nodal), el valor histórico y cinematográfico del material de archivo, su asombroso estado de conservación, el exhaustivo proceso de restauración, el nuevo relato que el realizador ucraniano Sergei Loznitsa construye a partir de él, el sentido político que ese relato adquiere: todo hace de El proceso un film excepcional. Un documental que, si la historia del cine le hace honor, deberá integrarse al panteón de los más altos exponentes de ese campo.

La calidad de las imágenes sobrecoge. ¿Es verdaderamente posible que se trate de tomas de hace casi un siglo? Especializado en trabajar a partir de lo que se conoce como found footage (como lo hace también en Bloqueo, Revista, El evento y Funeral de Estado, que completan el ciclo que la plataforma Mubi le dedica), Loznitsa “se encontró” con ese material, tal como sucedió con la filmación del funeral de Stalin con la que construyó State Funeral. Se trata de kilómetros de celuloide con que el estado soviético encargó cubrir un juicio celebrado entre el 25 de noviembre y el 7 de diciembre de 1930 en el Salón de Columnas de la Casa de los Consejos en Moscú, y cuya sentencia debía servir como castigo ejemplar y reafirmación de los valores soviéticos.

Los juzgados eran ocho economistas e ingenieros, integrantes de la crema de la crema de la tecnocracia soviética, acusados de participar de un plan de sabotaje e intento de golpe de estado, financiado por rusos blancos, ex terratenientes y capitalistas y agentes franceses. Quienes los incriminan no se preocupan por aportar ninguna prueba: estos ocho están condenados desde antes que los integrantes de la Corte Suprema ocupen sus asientos. Stalin necesitaba justificar el fracaso parcial del plan de industrialización lanzado dos años antes, y nada mejor para hacerlo que fraguar un complot de la intelligentsia, representada por esos presuntos integrantes de una tal “Unión de Organizaciones de Ingenieros” o “Partido Industrial”, que jamás existieron.

Tal como en sus otros documentales basados en material de archivo, en El proceso Loznitsa se limita a transcribir las imágenes originales, reservándose para sí “apenas” su selección, ordenamiento y montaje. En otras palabras, su puesta en relato. Éste es hasta tal punto clásico que el realizador de Austerlitz respeta las unidades aristotelianas de comienzo, desarrollo y desenlace. Tan es así que el pasmoso epílogo que suponen las placas finales --las únicas imágenes “agregadas” por el realizador, más allá de lo que daría la impresión de ser algún que otro insert-- no debe revelarse, para no espoilear la “trama”. La película comienza canónicamente con una sucesión de planos generales de las calles de Moscú, luego presenta a sus protagonistas (los acusados) y recién después establece el tiempo y espacio en que el drama tendrá lugar. Sólo falta el villano, pero ya va a aparecer. 

Como lo haría su predecesor Eisenstein (en actividad en el momento del juicio), Loznitsa hace chocar las escenas dentro del juzgado con multitudinarias manifestaciones callejeras. Que no claman por la revolución, como en Octubre (1927) sino por el fusilamiento de los traidores. En medio de la nieve que el viento arrastra e iluminadas por un gigantesco chorro de luz que viene desde el fondo, como muchas de Eisenstein esas escenas de masas tienen un pathos operístico. Paralelamente, en interiores se libra lo que podría considerarse un drama burgués, con actores que se “confiesan” culpables y arrepentidos, otros más contenidos (los jueces) y los que sobreactúan a la altura de Mussolini (el fiscal Krylenko, que además es calvo).

Contando con todos los medios que un estado poderoso es capaz de poner a disposición, la filmación original es de un virtuosismo que los rodajes en directo raramente alcanzan. Por lo menos media docena de cámaras filma el juicio desde (casi) todos los ángulos posibles, confrontando inapelables planos frontales de los jueces con las dramáticas angulaciones de los acusados, y alternando planos generales que muestran al público/pueblo con primeros planos de los “conspiradores”. Tras el show final del fiscal sobreviene un extraordinario plano secuencia, con travellings que van del fiscal al público --que viva y aplaude el pedido de pena de muerte--, del público a los jueces y de vuelta al público. Como arrastrados por su propio genio, camarógrafos y director de cámaras (¿quiénes eran estos artistas anónimos?) filman las “tomavistas” que filman, como lo hiciera Dziga Vertov en El hombre de la cámara, estrenada el año anterior. Dejan expuesto así, obviamente sin desearlo, el carácter de dispositivo de representación asignado a la cobertura.

El proceso es de este modo la calibrada puesta en escena (de Loznitsa) de una deslumbrante puesta en escena (la filmación original) de la desvergonzada puesta en escena (el “juicio”) de la gran puesta en escena a distancia, que lleva a cabo el titiritero en jefe (el Padre de los Pueblos). O sea: una obra maestra.