Después de publicar los libros de cuentos contenidos en Bestiario (1951), Final del juego (1956) y Las armas secretas (1959), que lo hicieron cada vez más conocido y estimado, Julio Cortázar dio a conocer Los premios (1960), su primera novela publicada, ya que antes había escrito, hacia 1950, otra novela, El examen, solo editada después de su muerte, en 1986. Los premios cuenta la historia de un grupo de ganadores de una lotería, premio que consiste en un viaje en barco, el Malcolm, un viaje que nunca, realmente, se realizará. Se trata de una novela todavía tradicional, planteada como de aventuras, “a la Verne”, muy bien organizada y urdida, con los ingredientes que supone una actualización del género fantástico, sin que por eso deje de haber una explicación final, permitiéndose la interpretación alegórica y una clara diferenciación entre “buenos” y “malos”. Estos últimos son los que impiden, con su poder, el acceso a la popa, un territorio vedado en el barco y, se entiende, en un mundo parcelado, cercado, en el que sería necesaria una mayor libertad. Existe, por otra parte, un personaje fuera de la acción, Persio, corrector de pruebas en una editorial, quien a partir de sus vivencias y observaciones formula filosas reflexiones tanto sobre el contexto nacional como sobre el universo entero.

Se reelaboran también ciertos motivos permanentes en su literatura: el infierno, el barco de la muerte, la lucha contra el Minotauro, Jonás con la ballena, la búsqueda del Tao, el descenso a las Hades. Por otra parte, los soliloquios de Persio (uno de los precursores subterráneos del Morelli de Rayuela), la ignorancia sobre los verdaderos motivos de la frustración, o el que éstos sean triviales, y la imposibilidad de acceder “al otro lado” por la existencia de barreras oscuras y permanentemente secretas, sitúan a Los premios en la prolongación --indecisa-- del fantástico cortazariano.

Los premios puede, así, llegar a leerse como una radiografía íntima de la Argentina de la época, como el viaje imaginario de las clases medias, sostenido por el frondicismo y el kennedysmo. Los años que van desde la caída del peronismo (septiembre de 1955) al triunfo electoral de Arturo Frondizi (febrero de 1958), y hasta el comienzo del ejercicio del gobierno, antes de la adopción de las más importantes medidas en el campo económico y cultural que irían a contramano de lo prometido, se caracterizan por una toma de conciencia creciente de las capas medias y de los intelectuales, dispuestos a encabezar cambios profundos en las estructuras económicas y sociales. Para una lectura de esta índole, la novela aparece recorrida por cierto hálito de modernidad, de mundanidad; una suerte de pretensión por parte de sectores medios para que, a pesar del subdesarrollo, ese orbe indefinible y representativo del país esté a la altura de los nuevos vientos industrialistas y progresistas que soplan por el mundo. La presencia, en el grupo, de exponentes de diferentes espacios sociales y culturales, la batalla final que se libra contra los tripulantes, la organización misma de la anécdota, pugnan por retener la novela en los límites de la tradición literaria (condimentada, es cierto, por la novedad de un lenguaje muy elaborado y matizado, y de una historia en la cual mucho pasa en el interior de los personajes aunque nada parezca finalmente suceder en el exterior). La contextualización de la novela es, sin embargo bastante nítida. Por ello, no han faltado quienes observaran (David Viñas, principalmente) la curiosa ausencia del peronismo y del más mínimo comentario sobre él en un texto de pretensiones tan representativas y donde hay personajes que no podrían omitirlo u olvidarlo.

Aludiendo al carácter descriptivo social y a las intenciones más o menos alegóricas de la novela, declaró Cortázar en su oportunidad: “Se me ocurre que Los premios es un espejo sin pretensiones, pero bien azogado”. Y respondiendo a una carta de Emma Sperati Piñero con observaciones críticas respecto de la novela, escribía en octubre de 1961 palabras que tienen mucho que ver con ello: “este golpe de timón /.../ me está llevando a cosas mucho más interesantes que los cuentos fantásticos. /.../ Aludo a una necesidad que se me ha vuelto insuperable de hacer frente a otra visión de la realidad en que estamos metidos”. Hay, asimismo, algo quizá más profundo todavía, y es un tema que atravesará buena parte de la vida de Cortázar, pero que en este momento parece estar planteándose con fuerza a raíz de sus propios cambios geográficos y de sus decisiones internas: las alternativas entre Europa y América, el conflicto sobre dónde (y cómo) estar. Los premios, en un nivel un tanto más oculto, parece dar cuenta de esta tensión, que luego se hará explícita en Rayuela. Ella está presente, aunque algo subterráneamente en el texto, en ese barco que es un ensamblaje de pedazos europeos: los capitanes Lovatt y Smith, este último con acento de Newcastle; el médico francés; la tripulación que puede ser danesa u holandesa; las balas de Rotterdam y, en fin, la mezcla de lenguas. Defendiéndose contra todo tipo de críticas, a las que tan sensible era, tanto las que le reprochaban haberse dejado llevar por la facilidad y abandonado la buena escritura como las que aún no lo hallaban del todo comprometido en su alejamiento parisiense, declaraba en 1963: “Es muy fácil advertir que cada vez escribo menos bien y ésa es precisamente mi manera de buscar un estilo. Algunos críticos han hablado de regresión lamentable, porque naturalmente el proceso tradicional es ir del escribir mal al escribir bien. Pero a mí me parece que entre nosotros el estilo es también un problema ético, una cuestión de decencia. Es tan fácil escribir bien. ¿No deberíamos los argentinos (y esto no vale solamente para la literatura) retroceder primero, bajar primero, tocar lo más amargo, lo más repugnante, lo más horrible, lo más obsceno, todo lo que una historia de espaldas al país nos escamoteó tanto tiempo a cambio de la ilusión de nuestra grandeza y nuestra cultura, y así, después de haber tocado fondo, ganarnos el derecho a remontar hacia nosotros mismos, a ser de verdad lo que tenemos que ser?”. Parece, pues, estar dirigiéndose hacia una búsqueda más moral que estética, o que ponga, por encima de los ideales estéticos, y sin abandonarlos, contenidos éticos, que privilegie éstos.

Ese conflicto, que a partir de los sesenta se irá haciendo cada vez más nítido, provocará cambios fundamentales en su vida y en su obra. Como fuere, se ve bastante claro que su atracción por la política, por la sociedad, era muy fuerte desde antes de la Revolución cubana y sus evoluciones. Y quizás se vea algo más interesante todavía: cómo vincula estrechamente su escritura, “los modos de decir”, la lengua, con un mundo exterior, social, político y, sobre todo, de valores.

Mario Goloboff es escritor y docente universitario.