Hace casi noventa y nueve años, los días 14, 21 y 28 de diciembre de 1922, el realizador francés Abel Gance presentó en calidad de premiere, en el espacioso Gaumont-Palace de París –un cine lujoso con capacidad para 6000 espectadores–, su nueva producción cinematográfica: un melodrama íntimo y al mismo tiempo expansivo, épico, llamado La rueda. Aquella versión original de más de ocho horas, dividida en seis partes, fue reeditada a velocidad crucero por el propio Gance y estrenada finalmente el 16 de febrero de 1923, esta vez con la estructura de un prólogo y cuatro partes, exhibidas en dos sesiones y con una duración total de siete horas. Las necesidades de explotación comercial empujarían luego al creador a reducir aún más el metraje, y el montaje ulterior de cuatro horas y media (en dos partes) sería el que circularía durante décadas en cinematecas, retrospectivas y ediciones en formato hogareño.

La restauración y reconstrucción reciente de La roue encabezada por diversas instituciones internacionales –entre otras, las cinematecas francesa y suiza, y la Fundación Jérôme Seydoux-Pathé–, presentada en sociedad en 2019 en el Festival Lumière, recupera casi en su totalidad el material visual de la versión de comienzos de 1923, utilizando asimismo las partituras originales compiladas por los directores musicales Arthur Honegger y Paul Fosse, y todos los juegos de color creados con tintes, tonos y técnicas de esténcil. Esa misma copia de 417 minutos, prístina y estable –rutilante cuando se la compara con las que podían apreciarse hasta ahora–, estará disponible desde el lunes 31 en la plataforma Mubi, una oportunidad impagable para descubrir o redescubrir a uno de los genios del cine en el período silente. Un artista que venía de explorar las heridas de la guerra en Yo acuso (1919), film que fue alabado por el mismísimo David W. Griffith, y que, un lustro más tarde, llevaría hasta el límite las posibilidades narrativas y formales del por aquel entonces llamado “séptimo arte” con la maratónica Napoleón (1927), la versión cinematográfica definitiva de la vida temprana del prócer francés.

En el prólogo de La rueda, titulado “Un crepúsculo escarlata”, un conductor de trenes llamado Sisif rescata a una niña luego de un accidente ferroviario, criándola como si fuera su propia descendiente junto a su hijo biológico. La sangre de una víctima moribunda, las señales ferroviarias, las luces de una locomotora aparecen coloreadas con una técnica hoy olvidada, aunque se trate de la antecesora analógica del coloreado digital tan común en estos días. Durante los primeros treinta minutos del film, Gance utiliza por primera vez la técnica del montaje acelerado, que lo lleva a cortar planos de apenas diez, cinco e incluso un solo fotograma para construir en pantalla el frenesí del desastre. La influencia de ese experimento, que La rueda vuelve a utilizar en varios clímax narrativos, sería extremadamente influyente en los “montajistas” soviéticos. Dice la leyenda, confirmada por Gance en varias entrevistas realizadas a lo largo de su vida, que la copia completa de la película fue estudiada en la Unión Soviética al detalle por futuros realizadores como Eisenstein, Pudovkin y Dziga Vertov.

Lo que sigue –los dos primeros movimientos del largometraje: “La rosa de los rieles” y “La tragedia de Sisif”– es el drama de un triángulo sentimental de tonalidades semi incestuosas. Norma, la pequeña huérfana, es ahora una mujer joven; los impulsos del protagonista, que insiste infructuosamente en sofocar, han dejado de ser paternales. Sisif, alcohólico y pendenciero, lleva las vías del tren dentro del torrente sanguíneo, y los únicos momentos en los que parece olvidar su obsesión son aquellos en los cuales se encuentra al mando de la locomotora. Su hijo Eli, en tanto, es un joven luthier, sensible y apegado a su hermanastra, desconocedor de que la misma pasión indecible del padre comenzará en breve a invadir su espíritu. “El cáncer”, siguiendo el término empleado por los intertítulos, redactados por el mismo Gance. El determinismo social irá de la mano de la tragedia personal y la separación de Norma de los dos hombres de su vida sobrevendrá sobre el final del segundo capítulo. Ya en “El camino al abismo” y “Sinfonía blanca” la acción se traslada del pequeño pueblo ferroviario a las cimas de Mont Blanc, con un Sisif casi ciego, pero todavía al frente de un funicular. Desde luego, las invisibles manos del destino volverán a cruzar las existencias del trío de personajes centrales.

Las ambiciones novelescas de Abel Gance son más que evidentes, y su “tragedia moderna” pretende jugar en la misma categoría que la literatura. Algo impensado para su creador unos años antes, cuando solía afirmar que el cine era apenas un divertimento menor (algo similar opinaba Griffith del otro lado del Atlántico, antes de dar vuelta el tablero con El nacimiento de una nación e Intolerancia). En la piel del (anti)héroe Sisif, el actor Séverin-Mars –a quien el cineasta había conocido en el rodaje del pequeño film de diez minutos La folie du Docteur Tube, de 1915, coprotagonizado por Albert Dieudonné, el futuro Napoleón– entrega una performance extrema, por momentos algo afectada para la mirada contemporánea. Pero por cada instancia de pantomima hay diez momentos de potencia dramática y narrativa: el uso de los primeros planos y de la cámara en movimiento es magistral, como así también el registro de los ambientes ferroviarios reales. Y, desde luego, el montaje: simbólico, rítmico, brazo rector del relato. La imagen de Sisif/Mars, inmóvil sobre la pieza giratoria de una terminal de trenes en el final de la segunda parte, una pieza minúscula dentro del gran plan cósmico, parece filmada días atrás y no hace casi un siglo.

El rodaje de La rueda fue largo y extenuante, y no exento de tragedias reales. En sus diarios personales, recopilados en Francia en 2010 y publicados en español por la editorial Cactus, Gance escribe “Ida querida, desde luego te dedico La rueda, que ejecuté casi todos los días en sacrificio de tu martirio. Comenzada con tu primer día de enfermedad, la he terminado el día de tu muerte”. Tanto él como su pareja en aquel momento, Ida Danis, cayeron enfermos por la gripe española en plena pandemia de 1918-1920, pero mientras el cineasta se recuperó rápidamente, la mujer comenzó a empeorar con un cuadro de tuberculosis. La muerte de Séverin-Mars en julio de 1921, apenas semanas después del final del rodaje, dejó a Gance en un estado de profunda tristeza, según le confesó al historiador británico Kevin Brownlow a mediados de los años '60. Brownlow, uno de los máximos exégetas de la obra de Gance y principal impulsor de las varias restauraciones de Napoleón desde la década del '70, publicó parte de esa conversación en su libro sobre el período mudo The Parade’s Gone By. Allí, sin medias tintas, afirma que “el director de Yo acuso, La rueda y Napoleón ha hecho un uso del medio cinematográfico mucho mayor que cualquier otro realizador antes o después. Abel Gance es uno de los gigantes del cine y La rueda sigue estando adelantada a su tiempo”.