Meterse en la mente de un criminal, y tratando de no quedar atrapado en ella, contar lo sucedido sin concesiones, pero también sin prejuicios o anteojeras.

Desde A sangre fría de Truman Capote, muchos escritores y periodistas se han visto tentados de irse de viaje a la mente del Otro, el asesino. Ejemplo de hace unos años: Emmanuel Carrere en El adversario. Muy reciente, Emma Cline visitando la mente de Harvey Weinstein diez minutos antes de la cancelación (Harvey). No se trata solo de entender al que mató, sino al que transgrede la ley, al que tiene motivaciones tan oscuras que parecen incomprensibles, o disparatadas.

Entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, en la muy medicalizada ciudad de Buenos Aires, anónimos cronistas, forenses, peritos y psiquiatras ensayaban el difícil arte de infiltrarse en el pensamiento de un criminal, un pervertido, una bestia humana, con el fin de buscar más pruebas y certezas para condenarlo, quizás hasta en nombre de sus propios instintos inmanejables. Pero, por una vez, tropezaron con un muro infranqueable. El asesino como esfinge. No había manera de traspasarlo. De explicarlo.

“Santos Godino no es un fanático. No es un pasional, ni siquiera es un neurótico. Mata sin saber por qué. Sin que su alma se estremezca. Sin que acelere sus latidos el corazón. Sin que la fiebre incendie sus miradas. Lo ha confesado con una naturalidad desesperante. Con una seriedad sorprendente. No como un loco. Como una esfinge”, escribe un lúcido cronista de La Tribuna, el 5 de diciembre de 1912. Estamos hablando, claro está, de El Petiso Orejudo, el criminal más opaco, célebre e icónico de la criminología argentina. Ni bandolero romántico, ni anarquista tirabombas, ni irónico envenenador ni justiciero vengador. No entra en ninguna categoría más o menos alarmante y, a la vez, tranquilizadora. A lo sumo, la incógnita reside en saber si es un perverso, un infradotado inimputable o un criminal consciente de sus actos y por ende imputable. La policía, la medicina legal y la psiquiatría irán variando su veredicto en unos pocos años y finalmente El Petiso Orejudo terminará en el penal de Ushuaia, donde muere en 1944, de una úlcera sangrante en el estómago, no tratada. Había sido pirómano e infanticida. Nunca se supo a ciencia cierta a cuantos niños estranguló. Se lo acusó de cometer tres asesinatos y de unos cuantos intentos más, fallidos. Quizás, confesó o le hicieron confesar más muertes de las que infligió. “Cuando se removió el cementerio de Ushuaia, se buscaron sus restos. No estaban. Dice el guardián del cementerio que en el momento en que cerraron el penal la señora del gobernador tenía un fémur del Petiso Orejudo. De Cayetano Santos Godino no queda ni el polvo de sus huesos”, concluye María Moreno.

El Petiso Orejudo acaba de publicarse en una versión “ampliada y corregida”, como dicta el mantra editorial. Pero en este caso es verdad: la autora amplió algunos capítulos de la versión original de 1995, además agregó una especie de “opereta trash”, un poema coral de voces marginales que redunda en una interesante vuelta de tuerca de la literatura argentina. Si El Petiso Orejudo real –él y sus víctimas estranguladas- está en la base del cuerpo cosificado por los discursos cientificistas y literarios de “El niño proletario” tanto como la parodia del realismo de Boedo, aquí resulta como si al final del camino, Elías Castelnuovo hubiera resurgido de sus cenizas para parodiar a Osvaldo Lamborghini y –sin desmentirlo- revindicar algo de su propia potencia primigenia. Igual no hay que sorprenderse tanto: María Moreno es desde sus comienzos una consumada poeta, capaz de pulsar varias cuerdas a la vez.

La novedad coral (“él iba a buscar su cometido/ y si podía su corazón era un tambor/ mientras rajaba con un escalofrío/ ¡El aire olía a sangre de angelito!”) es la más importante desde aquella aparición tan rutilante como algo extrañada de El Petiso Orejudo en la colección “Memoria del crimen” de editorial Planeta, en la que también publicaron Enrique Sdrech, Dalmiro Sáenz y Martín Murano, el hijo de Yiya.

“A este El Petiso Orejudo le puse dos voces diferentes. Quien narra intenta el estilo de un cronista de policiales moderno que sabe los pininos de Michel Foucault y cultiva el morbo por razones profesionales mientras sostiene el ethos walshiano de la prueba mediante el documento y el testimonio. La otra es la de ‘un novelista macabro de la más exquisita y tropical imaginación’, cita del libro Museo del Crimen de la Policía Federal, que leí mientras investigaba. Está medio cambiada, porque al novelista lo convertí en poeta y autor de una especie de opereta trash la que todavía espero que alguien le ponga música”. A las dos voces que detecta Moreno en su propio texto –el original y el reversionado- agregaríamos una tercera, podemos llamarla una “voz literaria”, que aflora particularmente en los últimos capítulos, y que describe a un personaje estático frente al hielo, pendulando entre el encierro y la muerte. Es un registro sensible que capta los destellos congelados y epifánicos del paisaje que emerge, helado, para chuparse a los personajes y devolverlos a la nada.

Siempre hay algo de conjetural en la crónica de los hechos consignados como policiales. En definitiva, la muerte violenta es un pacto de silencio entre los implicados. La confesión puede ser tan pasible de sospechas como el silencio. Pero, a la hora de las conjeturas, María Moreno no sólo arriesgó, sino que trató de correr las “conclusiones” del sensacionalismo o de la crónica objetiva para arrojarlos al debate abierto a una intemperie más productiva, donde también hay que escuchar las voces de médicos, psiquiatras y comisarios.

“El Petiso Orejudo fue el blanco de todo lo que su época barajaba entre la modernidad científica y el ajusticiamiento retórico” señala en los últimos tramos del libro. “Literatura postochentista dispuesta a difundir que el puerto de Buenos Aires era la gran vagina que escupía sobre la ciudad una inmigración bacteriana –en la cama del cocoliche solo se podría parir un degenerado-, sociología biologista, psiquiatría fantástica, estética policial; todo convergió en ese cuerpo con orejas en pantalla que posó para los legajos policiales contra un fondo de nubes de cartón pintado, con traje marinero, un hilo en la mano o desnudo, las piernas separadas, exhibiendo un sexo elefantiásico”.

No cae en explicaciones pedagógicas. Ni el intento de “meterse en la mente” del asesino ni el de reponer ingenuamente la voz de los que no tienen voz. En este caso, paradójicamente, se trataría de una suma de voces silenciadas: tanto la de los inocentes como la del culpable, obturada a su vez por las de policías y médicos.

Es, más bien, una apelación a revisar los estigmas de una época y a auscultar los límites de los discursos científicos, pseudocientíficos, los puntos de vista policiales, periodísticos, de la opinión pública, incluyendo, por qué no, el propio. De ahí, quizás, los nuevas voces incorporadas, provenientes de los arrabales de la ciudad, la historia, la literatura argentina y la imaginación.

El Petiso Orejudo vuelve en tiempos de indignación moral como una polifonía inclusiva, y en esta versión -más que nunca- suma notas plebeyas y poéticas a su sinfonía bajtiniana, para enarbolar la parábola de una vida elemental, un fantasma que recorrió la Argentina entre el fuego y el hielo.