Un hombre viejo, de luengas barbas, príncipe por añadidura y aspirante a santo, llamado León Tolstoi, recordado por su entrega a la vieja, universal e irresuelta causa de la miseria, pero también por su más que talento literario, gran escritor, escribió una frase que es citada constantemente como si fuera un axioma o una consigna o una verdad irrefutable: “Describe tu aldea y describirás el mundo”.

Da que pensar. ¿Será así? ¿O será que sólo funcionó para una literatura que trataba de resolver el viejo choque entre lo particular y lo universal entramándose con lo local y lugareño y que dominó casi todo el siglo XIX? Es indudable que detrás de esa consigna palpita una gran literatura pero también que ha dado lugar a un olvidable costumbrismo. Pero, visto históricamente, ¿no habrá perdido interés y vigencia cuando aparecieron las vanguardias que arrinconaron a lo particular y creyeron que actuaban directamente con lo universal?

El tema sigue importando y, después del paréntesis vanguardista y las múltiples propuestas que proliferaron en el siglo XX, “Nueva narrativa”, “Objetivismo”, “Nueva novela”, “Textualidad”, sin contar con las particularizaciones que sustituyen la idea de la aldea, “novela política”, “novela policial” y tantas otras.

Pero no importa ahora la herencia tolstoiana y la suerte que corrió sino la de los que escriben en la aldea y desde la aldea. Creo que hay dos respuestas: la primera es la de los que deciden irse de la aldea e integrarse a lo que no es la aldea, en el caso argentino Buenos Aires y también Europa; la segunda la de los que deciden permanecer.

Dos casos u opciones diferentes, tenemos muchos ejemplos de la primera, algunos triunfantes, como Lugones o Canal Feijóo o Tomás Eloy Martínez, Julio Cortázar, Rodolfo Wilcock; otros, indistintos, no ganaron mucho con la apuesta al centro proyector de la más aceptada, reconocida e impuesta literatura argentina y universal, no lograron instalarse aunque habría que ver, la historia es dramática en este tema, de pronto se redescubre y se reconoce, no lo sé. La segunda permite algunas distinciones: hay escritores designados como “del interior”, que no salen mentalmente del terruño y lo exaltan sin mayor trascendencia ni significación, pero hay otros que desde ese enigmático y perdido o no tan perdido interior lograron construir obras de innegable consistencia e incidencia en el cuerpo central de la literatura argentina: Juan Filloy, Olga Orozco, Arturo Capdevila, José Enrique Ramponi, Juan Carlos Dávalos, Antonio di Benedetto y tantos otros.

Siempre me inquietó lo que bullía en las ciudades y pueblos del interior; lo primero que encontré en mis primeros acercamientos a ese proceloso interior que me era desconocido era una orgullosa irritación respecto de lo que podía ser lo proveniente de un Buenos Aires presuntamente altanero, que no sólo ignoraba a ese interior insatisfecho sino que empleaba un lenguaje que la aldea no comprendía o rechazaba. Me encontré con eso cuando me instalé en Córdoba a fines de 1960. Desde la Facultad convoqué, aprecié o ignoré pero todavía la dependencia respecto de Buenos Aires seguía determinando estados de ánimo y un tipo de rechazo que implicaba refugiarse en orgullosas afirmaciones pero no mucha literatura. No era lo mismo en el orden filosófico o sociológico y aun crítico pero lo que predominaba era una suerte de encastillamiento, algo así como “no nos importa” o “no necesitamos que nos enseñen nada” o “sabemos todo lo que hay que saber y un poco más”. Eso no excluía ciertas singularidades, exquisitos traductores, historiadores tenaces y originales en un contexto editorial con escaso poder de irradiación.

Todo eso fue cambiando: hoy hay una apreciable cantidad de editoriales –vaya mi homenaje a Juan Carlos Maldonado, ejemplo de tenacidad y delicadeza intelectual- pero, lo esencial, escritores de primer orden que no se sienten de un interior menoscabado sino que escriben con un alto grado de exigencia, pueden seguir en Córdoba e incluso publicar allí, con todas las penurias de la distribución, pero ya no se trata de la aldea sino del mundo en el modo, en la tensión, en la autoexigencia. Quisiera dar nombres –María Teresa Andruetto, Jorge Barón Biza, Perla Suez, entre otros-, quisiera pensar que Filloy no necesitó salir de Río Cuarto para producir una obra única y que los escritores que no voy a enumerar porque son muchos están en su estela. Sólo quiero detenerme en la obra de uno que no se fue, Antonio Oviedo.

No es la novela que acaba de publicar, Su cara en la sombra, lo primero que le conozco; también leí, y los tengo en mi biblioteca, varios relatos breves, Trayectos, Los días venideros, Vísperas, Comienza el eclipse. Todo ese previo, como para empezar a conocer una persona de escritor, alguien que escribe realmente, o sea alguien que mantiene una relación con esa instancia que hace de la lengua un objeto perceptible y definido, diferente de un uso o de una mera técnica comunicativa o de un tema “interesante”.

En cada ocasión, en cada uno de los libros a los que pude asomarme, lo que la lectura me suscitaba iba por ese lado; no era cuestión de celebrar hallazgos temáticos, representaciones felices o estructuras equilibradas, ni siquiera lo que puedo llamar el “tono” como lo que en lo que escribe hace reconocible y único a un escritor, eso, quizás, que algunos designan como “estilo”. Era algo más que en esta última novela parece una culminación de una búsqueda, diferente de la que uno puede entender en la tradición de los más idóneos artífices de la palabra, digamos Flaubert o Proust o Borges, todos igualmente buscadores. En cuando a Oviedo ¿búsqueda de qué?

Responder a eso sería una pretensión que no me puedo permitir; diría, a lo sumo, que puedo comprender que su búsqueda se ayuda de una mirada que no deja escapar nada, ningún detalle, nada, ni un esguince, ni una mueca, un narrador que parece ver de frente y de costado, sin sobresaltos, tranquilo como cuando vemos que se mueven las agujas del reloj y no pasa nada pero en este caso pasa, cada detalle es un depósito de riqueza, sorprendente es lo que encuentra al detenerse. Y entre mirada y escritura que hurga en lo que ve, se crea un clima, un ritmo, no puedo decirlo de otro modo, envolvente, alucinante, que apunta con las primeras palabras y no cesa hasta el final, ritmo de respiración constante, de palpitación regular, indetenible y potente, pocas veces presente en la literatura contemporánea. Así, entre inmediato y fugitivo, lo que la mirada capta y se traduce en relato huye al mismo tiempo que deja un hueco que podemos llamar “poético” en la medida en que lo que queda de lo que se va es la virtud por excelencia de la poesía.

En ese punto, o sobre eso, se podría hablar de maestría, de dominio de la formulación entendido como “perfección” de la forma, y que se manifiesta en un control, no hay desborde, no hay exceso, todo parece contenido, como si eso mismo, la contención, el control, fuera igual y paralelamente objeto de búsqueda; dicho de otro modo, el narrador enfrenta lo que ve y cuyo misterio trata de develar, al mismo tiempo que enfrenta el lenguaje que emplea, aparentemente sin emoción pero capaz de producir otra clase de emoción, semejante a la que sentimos cuando estamos frente a un cuadro del que no sale más que una emisión muda pero estremecedora.

 

No puedo referirme a lo que la novela cuenta, se lo dejo a otros: sólo trato de recuperar lo que produce, que “me” produce. Es lo diferente, otra sangre que corre por las venas de la literatura. Un gran libro. Algo de lo que podemos enorgullecernos. Eso sí lo puedo celebrar.