El 1 de marzo de 1990, con una orden de allanamiento, los agentes de los servicios secretos estadounidenses irrumpen en la empresa Steve Jackson Games. Se trata de una pequeña sociedad basada en Austin, Texas, que concibe y publica juegos de rol. Los funcionarios se llevan tres computadoras, dos impresoras láser, disquetes, papeles. En su captura, también hay un manuscrito. El ultimísimo “GURPS” –por Generic Universal Role Playing System, literalmente: “sistema de juego de rol universal genérico”-, un producto que es la especialidad de la casa. Se trata de una suerte de manual de juego hecho de reglas, de personajes y de escenarios que constituyen los ladrillos elementales del universo que los jugadores son invitados a vivenciar. El volumen embargado se titula Cyberpunk. Su redactor, Loyd Blankenship, fue detenido algún tiempo antes por hechos de piratería informática. También es autor de un manifiesto hacker que apareció en 1986. Los investigadores lo buscan a él. La compañía de comunicaciones Bell, en efecto, había observado que un archivo que describe la administración del sistema de llamadas de urgencia 911 había sido copiado en un servidor llamado “illluminati” administrado por Blankenship. En el plano judicial, la historia es clasificada sin consecuencias. Pero el libro en cuestión, exageradamente calificado de “manual de la criminalidad informática” por las autoridades, va a aprovechar en gran medida la publicidad ofrecida por este episodio. Precisamente en la secciión “Economía” de este texto, en la rúbrica “Empresas”, se introduce la idea de tecnofeudalismo: “Cuando el mundo se vuelve más rudo, las empresas se adaptan volviéndose a su vez más encarnizadas por necesidad. Esta actitud del tipo ‘protejamos prioritariamente a los nuestros’ es a veces llamada tecnofeudalismo. Como el feudalismo, es una reacción a un entorno caótico, una promesa de servicio y de lealtad arrancada a los trabajadores a cambio de una garantía de apoyo y de protección por parte de las firmas. (…) En ausencia de esta reglamentación adaptada, las grandes empresas se coaligan para formar casi monopolios. Para maximizar sus beneficios restringen la elección de los consumidores y se apropian o erradican a los rivales susceptibles de desestabilizar sus carteles”.

Blankenship propone a los jugadores una distopía cyberpunk en la cual no existe ningún contrapeso al poder de las grandes empresas. Firmas gigantes, cuyo poder excede el de los Estados, se constituyen en fuerzas sociales dominantes. De esto se desprende una marginación de la figura de los ciudadanos en beneficio de aquella de las partes interesadas (accionistas, trabajadores, clientes, acreedores), ligadas a la empresa. La relación social que predomina, pues, es el apego, en el hecho de que los individuos dependen de las firmas. Estas se han convertido en entidades protectoras, islotes de estabilidad en un mundo caótico. Estos poderosos monopolios privados se yerguen por encima de los gobiernos al punto de constituirse en feudos. Las direcciones de las grandes firmas ejercen

Un poder indisociablemente político y económico sobre los espacios sociales que controlan y sobre los individuos que los habitan.

La proyección ciberpunk de los años ochenta, por supuesto, no tiene ninguna pretensión predictiva. No es más que una fantasía lúdica que no puede darnos las claves de una comprensión del mundo contemporáneo. Sin embargo… Algunas décadas más tarde es difícil no observar la actualidad de algunas de las intuiciones formuladas en ese imaginario.

En primer lugar, es innegable que las empresas transnacionales incrementaron considerablemente su dominio sobre las sociedades contemporáneas. Y no es una cuestión de tamaño. Con la telemática, los derechos de propiedad intelectual y la centralización de los datos, es un control mucho más ceñido el que se ejerce sobre los territorios y los individuos.

Luego, si bien no se observa un retiro de los Estados, hablando con propiedad, sin embargo se comprueban signos de un debilitamiento respecto de las grandes corporaciones. Por ejemplo, la tasa impositiva real de las multinacionales pasó de un 35 % en los años 1990 a menos del 25 % en la segunda mitad de los años 2010. Al mismo tiempo, la capacidad de influencia de los medios de negocios sobre lo político se reforzó considerablemente, sobre todo con el aumento de los gastos de cabildeo y la extensión de juegos de influencia cada vez menos discretos lejos de los procedimientos democráticos formales. Esmerilada por su pérdida de sustancia, la democracia se agota y la reconfiguración del campo electoral en los países de altos ingresos señala la fragilidad del orden político liberal. Hoy, ese auxiliar del Estado moderno vacila bajo la presión de las desigualdades, que se han vuelto abismales.

En cuanto a la idea de un mundo que se vuelve más caótico, varios signos tienden a acreditarlo. La multiplicación sobre el derrumbe ecológico reactualiza la distopía ciberpunk. Y una de las respuestas posibles a las vulnerabilidades sistémicas pasa por una agenda securitaria, que supuestamente contiene las amenazas del caos social.

Estos elementos no prueban nada. Son simples indicios que dan cuenta de la intuición de una regresión tecnofeudal. Un hilo del que hay que tirar, una pista que se debe explorar, un posible punto de partida. Nada más. Pero un comienzo ya es mucho si hay que emprenderla con una de las principales cuestiones de economía política de nuestro tiempo: ¿qué se hacen uno a otro el capitalismo y lo digital? ¿Cómo interactúan búsqueda de ganancia y fluidez digital? ¿Podría ser que esté en vías de ocurrir un cambio de lógica sistémica y que nuestros ojos, perturbados por el entrelazamiento de las crisis del capitalismo, aun no lo haya percibido bien?

Fragmento de la Introducción del libro Tecnofeudalismo del economista político Cédric Durand que acaba de publicar en Argentina Kaxilda/ La Cebra. Un estudio acerca de las relaciones entre capitalismo y digitalización bajo la hipótesis de que lejos de un progreso, la humanidad experimenta un enorme retroceso a partir de esta alianza.