Una de las obras más emblemáticas de el Di Tella fue -como lo fue en el fondo todo el fenómeno cultural que describe Fernando García en su extraordinaria investigación- una obra efímera. También fue una obra que mi padre, Torcuato Di Tella, uno de los fundadores de lo que él llamaba irónicamente “el instituto homónimo”, odió. Para la muestra Experiencias 68, nada menos que en mayo de 1968, en simultáneo a les evénements de las calles de París, el fotógrafo Oscar Bony tuvo la ocurrencia de convocar a un obrero de SIAM Di Tella, junto a su esposa y su hijo, para posar durante toda una semana, en un pedestal instalado en las salas del Instituto en la calle Florida. El Instituto, que era financiado por SIAM, le pagaba durante esas jornadas el doble de su salario habitual, para “no hacer nada”.

De la obra, que todavía no disponía del rótulo de “performance” como amparo, apenas queda algún registro fotográfico del propio Bony (fotógrafo histórico de los inicios del rock argentino, que retrató a Manal, Almendra y otros pioneros en la sala del mismo Instituto). No por nada Fernando García pone en la tapa del libro, como símbolo de toda la experiencia, la imagen paradójica de una familia tipo de clase media inspeccionando, con curiosidad y distancia, a la “familia obrera” de Bony (ese era el título de la obra). La foto presume de registro documental, pero en rigor no era sino otra performance más dentro de la performance: la familia tipo estaba posando para la cámara al igual que la familia obrera.

Roberto Jacoby, otro de los artistas del Instituto, había realizado un falso happening, que nunca tuvo lugar salvo como registro fotográfico, y que los diarios y revistas de la época reprodujeron ingenuamente como un hecho real. Cuando Jacoby reveló la verdad del montaje, se sintieron estafados. La obra más escandalosa de las Experiencias 68 fue el famoso “baño” de Roberto Plate. La reproducción de un mingitorio público incitaba a los visitantes a garabatear grafitis. Los inevitables mensajes en contra de la dictadura del General Onganía llevaron a la clausura del “baño”. En protesta, todos los demás artistas retiraron sus trabajos de las salas de la galería y los quemaron en una fogata sobre la calle Florida, a las puertas del Instituto (¿Cuántos artistas hoy se animarían a hacer lo mismo?). La policía intervino con una represión desmedida, delante de los reporteros gráficos especialmente convocados.

Mi padre, mecenas pero también sociólogo de izquierda, podía llegar a esbozar una sonrisa ante semejantes escándalos, aunque no ayudaran en las negociaciones de la empresa con el gobierno (SIAM ya se encontraba en plena crisis, que llevaría rápidamente a la quiebra, y al consecuente cierre del centro de arte del Instituto). La provocación no dejaba de ser parte de la propuesta de Romero Brest, tal como consta en el catálogo: "Fueron convocados un grupo de doce artistas jóvenes que coincidían en el espíritu destructor de la obra artística tradicional".

Pero la obra de Bony era diferente. De hecho, anticipaba por varias décadas una tendencia rabiosamente actual del arte contemporáneo, que algunos han denominado “el arte de la crueldad”. Su representante más nítido sería un Santiago Sierra, que ha contratado a prostitutas drogadictas para que se hicieran un tatuaje, a cambio de dosis de droga; o a inmigrantes ilegales africanos que son remunerados por la cantidad de horas que pasan en la bodega oscura de un barco. El propósito no es otro que incomodar la buena conciencia de los visitantes de galerías y museos. Es lo que estaba haciendo Oscar Bony en mayo de 1968. Mi padre lo consideró una humillación innecesaria. Todavía no sé quién tenía razón.

Aunque la “familia obrera” perturbara su conciencia socialista, mi padre nunca expresó su malestar en público. Cuando Torcuato y Guido convocaron a Romero Brest para hacerse cargo de la colección de arte de mi abuelo, se trataba de una decisión conservadora: Romero Brest era a la sazón nada menos que el director del Museo Nacional de Bellas Artes. Romero Brest pidió a cambio generar un espacio para el arte de los jóvenes: es sorprendente comprobar la tierna edad que tenían por entonces Marta Minujín, Luis Alberto Spinetta, David Lamelas, Nacha Guevara, León Ferrari, Delia Cancela, Oscar Masotta, Griselda Gambaro, Gerardo Gandini, Les Luthiers y los demás (la lista es demasiado larga). Después, como narra Fernando García en una sucesión de episodios fabulosos, hicieron lo que quisieron. El espíritu de la época soplaba con fuerza y Romero Brest no hizo más que izar las velas. Guido y Torcuato, por su parte, dejaron hacer. Nunca intervinieron, por más que lo que hacían los artistas a veces no les gustara nada. A lo mejor, uno de los secretos del éxito de la experiencia del Di Tella en los '60 –en el marco de un sociedad muy represiva- fue, justamente, dejar hacer.

*Cineasta