En la febrícula noche se revuelve inquieto entre sábanas desparramadas. ¿Será posible? Si todos los amigos con los que habló negaron tener “efectos”. Justo a mí, se dice. Solo un dolor en el brazo, le habían dicho. Incómodo, se da la vuelta en la cama, se apoya sobre el otro brazo. ¿Durmió? ¿Soñó? No quiere encender la luz, no sabe cuánto tiempo ha pasado. Le duele el cuerpo, pero lo espanta más el caos que se parece bastante al delirio de la fiebre. Le cuesta encontrar las palabras justas. Estas se precipitan tumultuosas como un torbellino en su cabeza con múltiples sin sentidos. Es lo habitual cuando se siente enfermo. Necesita escribir.

Se endereza y se queda quieto. Ahí vienen de nuevo las imágenes: una cinta oscura, una ruta en la noche, viaja a ras del suelo, mueve los pies deliberadamente para no quedarse dormido. Oye cascabeles que suenan en tercera y en quinta, o eso cree. Es bastante confuso. Hay un perfume a jazmín del país, unas mujeres que arrancaban las flores de la reja. De pronto, entre recuerdos de la infancia, ve al cantor Charani, la casa de la señora Dorita, en San Nicolás; comprende que la cinta oscura es la vieja ruta 9 y que la canción que canta el señor Charani es “Nieve” un drama en forma de crónica escrito por Ferradas Campos: “Rumbo a Siberia mañana…

Define las operaciones que lo aquejan como un trasvasamiento. En ausencia de un término mejor. Siente que le rondan unas moscas azules, trajinan en su cabeza, como si descargaran un camión lleno de cosas nuevas y las depositaran en su mente. ¿Escalofríos? No, no puede ser. Esto es una reacción, se dice, dando manotazos al aire para espantar a las moscas. ¿Pero cómo va a ser una troika eso que vio avanzar entre las sombras de la vieja ruta 9? Amenaza de desvarío y ataque de cosacos.

II

El Cosaco era un personaje de Robin Wood, dibujos de Casalla, Editorial Columba, el sello de la palomita. (¿O era un águila?) Sonríe aliviado con la lógica que intenta retomar el mando de sus pensamientos. Luego ve la amplia calle Tverskaya y el escaparate donde fulge una luz en el cartel que, adivina, indica una tienda de juguetes antiguos. Esta última visión le molesta lo bastante como levantarse de la cama. Se va fumar a la cocina. (Lo hace cada vez que se desvela). A la segunda pitada le sobreviene un asco inaudito. Aplasta el cigarrillo en un cenicero de metal ordinario. De solo imaginar la botella de Daniels en el aparador, la náusea aumenta. ¿Será preocupante? Veinte y cuatro horas. Cuarenta y ocho, no más. Hoy es viernes. ¿Y si recae? Se recae los miércoles. Siente mucho frío bajo la ventana. Se asoma. Está nevando.

III

Si por un momento dudó de estar despierto, el gusto acido que le dejó el Marlboro en la boca y el asco en el estómago, lo convencen. Son casi las seis y media de la mañana y está nevando. O lo ha estado y ya paró. Porque los aspersores del cantero del bulevar se detuvieron en chorros de agua congelada. La esquina, abajo, parece una pista de hielo. Un muchacho trata de destrabar las ruedas de un monopatín eléctrico. Cierra la ventana. Corre al baño. Se lava la cara, se frota las mejillas, el agua le sienta tibia. Se mira al espejo, su cara es rectilínea y su gesto solemne. Un santo en un retrato pagano de Iliá Repin. ¡Esto es demasiado! Protesta. Mira en torno. Las moscas azules han desaparecido. Hicieron su trabajo.

No tengo de qué preocuparme, es un asunto de mi enfermedad, se oye decir. Qué digo, dice inmediatamente y regresa a la cocina. Tiene la boca muy seca. Sed. Antigua. (La sed es siempre antigua, repite). Busca desesperadamente un trago de kwas. Bebe de a poco esa mezcla fermentada de centeno y pan de malta. Se marea. Sabe que todo es irreal. Que no puede ser sino producto de algo de afuera. Cree acertar la causa en esos discursos repetidos que él se cansó de oír y rechazar. Eran impolutos, como repúblicas decadentes. Lo proferían señores directos y señoras indignadas, profesores de derecho que escriben cartas (y algunos hasta sentencias). Las denuncias habían advertido del veneno; esta transformación es fruto de esa gesta e irrumpe así, lo siente en el cuerpo.

Los otros -no sus amigos, ellos le mintieron seguramente- son los que defienden las razones. Los más movedizos son verdaderos guerreros. Los más cautelosos buscan “ejemplos” y arrugan las narices hasta el ceño. Eran esas las palabras llenas de sentido que han cesado, como vencidas para siempre bajo la despiadada invasión de las moscas azules. ¿Y él? ¿Qué pensaba antes? No puede acordarse, entretenido como está en verificar que el cenicero de metal no se adhiera a su mano izquierda, y en constatar que es viernes y ha nevado en Rosario. Allá en el clamor rojo que adivina en la ventana.

IV

De pronto empieza a clarear. De un momento a otro Irina ha de levantarse. Es lo que está esperando. Ella le ayudará a enfrentar el día, la calle congelada. Cómo hará para llegar al trabajo así, sin siquiera un capote, un trineo. ¿Irina? Mi mujer se llama Anabel, grita. Y se arrepiente. Va a despertarla, tanto ha estado chillando desde hace un buen rato en la cama, revolviéndose de un lado para el otro, como un hombre superfluo.

Apenado, busca algo en qué pensar. Teme haber perdido el sentido, no poder volver a leer y a escribir. Se acuerda de Kafka. Pasa largo tiempo así, recorriendo en silencio los títulos de sus obras. Hasta que distingue -es decir que analiza- a Kafka de los kafkianos. Y termina por decidir que los kafkianos son los otros. Y que, si se queda dormido, al fin, todo volverá a la normalidad.