La invitación era siempre la misma. “¿Opiniones?”, lanzaba Juan Forn y la pregunta quedaba rebotando hasta que alguien del taller aceptara la invitación. Los unos y las otras se encomiaban a esa tarea de desmenuzar un texto que había dejado de ser ajeno para volverlo propio. Mientras, él movía párrafos, sacaba flechas, tachaba y estiraba los márgenes hasta lo imposible con sus anotaciones en las hojas. A no equivocarse. Estaba oyendo lo que decían todos y en el momento menos pensado arremetía con una frase bochinesca: “la misma historia te pide como quiere ser contada”; “no enrules el rulo”; “guarda con enamorarse de un estilo”, “si vas a utilizar un símil que haga quilombo no que empotre”, “hay que leer a pelo y contrapelo” y “por cada adjetivo de más van a estar obligados a traer un sánguche de miga”.

Cada persona que haya pasado por su taller puede dar fe de los mismo. Juan tenía la erudición y capacidad oratoria para hacerte sentir que al lado tuyo estaban Sallinger, Soriano, Kawabata o Natalia Ginzburg. Y él, además, estaba con vos. Como si todas las historias y protagonistas de sus artículos entraran por el enorme ventanal de ese depto en Recoleta y disfrutaran un rato de esa liturgia. Los del taller de los viernes, además, teníamos un regalo adicional. Forn, entre sus sorbos de té Earl Grey, explicaba la contratapa que ese mismo día había sido publicada en Página/12. Lo genial es que ese bagaje literario del siglo XX compartía estantería con otros artefactos (películas, canciones, fotógrafos) y nombres como Luis Landriscina. “Es un narrador tremendo”, sentenció.

No había demasiadas reglas para ingresar a su taller. Completar una minibio, describir los cinco libros que te hubieran impactado (para bien o para mal) y en media sesión ya te habías avispado que no importaba llevar tu texto. Aprendías a leer junto a tu colega y de lo que Juan Forn ofrecía como un riguroso y exquisito sensei. Yo tenía la ridícula intención de escribir una ucronía sobre unos ’90 sin Menem. Pasaron unas pocas lecturas hasta que me preguntó qué era lo que realmente quería contar “Sin chirimbolos”. Se le abrieron bien grandes los ojos y se le erizaron los rulos. “Ahí la tenés, esa es la historia. Las ideas para los relatos son como los cohetes en su despegue, hay que saber cuándo abandonarlos”.

Otra vez nos compartió por mail un relato de Murakami traducido por él. “Un cuentito para que se diviertan y se fijen cómo está armado”. La palabra “armado” es clave. A Juan Forn le encantaba meterse en la literatura como un nene frente a un Meccano. Y nadie manejaba las herramientas como él. Fuera un autor japonés, el ruso Serguéi Dovlátov o un libro como “Breve historia del culo”. Podía ser muy escatológico, Juan. La sola mención de ese título le despertó el cebador para la risa. Una vez que empezaba con las carcajadas no había modo de pararlo.

A Juan Forn sólo una cosa podía sacarlo de una risa, de seducir hasta lo inanimado o de obligarlo a salir de Villa Gesell hasta Capital cada dos semanas. Y eso era meterse en las historias. Viniesen de cualquier lugar. Como la vez que citó el texto de Ciro, uno de los compañeros del taller, para responderle a Simon Reynolds en su desconfianza del futuro. O la ocasión en que otro de los talleristas contó que en un viaje a Disney le había hecho firmar a Minnie un libro de Charles Bukowski. Juan adoraba esa anécdota y la repetía una y otra vez, la deformaba y mejoraba en el aire. Ese mismo colega estaba trabajando en una novela familiar que de tanto en tanto cerraba de la misma manera: “la vida”. Esas dos palabras eran unos paragolpes existenciales. Un par de veces Juan le dijo que estaba mecanizando ese recurso al punto que Álvaro dejó de utilizarlos. Pasaron semanas hasta que Forn le dijo: “¿No lo ves? En ese párrafo. Falta algo. Ahí va. Ahí lo tenés. La vida”.