La ropa no era mayor problema, una Singer, un par de agujas, retazos de tela y algunos ovillos de lana nunca faltaban en casa de parientes o vecinas de creativas manos. A mi tía Ema, modista de profesión, le gustaba hablar en diminutivo. “Con una camisita y un pantaloncito, aunque no parezca... ya está vestido el nene, parece un hombrecito", repetía cada vez que me probaba las prendas que había confeccionado para la ocasión. 

Rita, vecina oriunda de Pozo Borrado, tejía con terquedad. No la recuerdo en otra posición que no fuera sentada, con brazos flexionados y activos, sus dedos índices prolongados en finas agujas, engalanando veredas, plazas o templos, tejiendo sin cesar bajo una manta invisible de soledad trenzada con briznas de silencio. Gracias a su arte estrenaba un pullover todos los inviernos. 

El problema de base, estaba en las bases. Al calzado había que comprarlo, no era pa' cualquiera la bota e' potro. La vaca no daba leche ni cuero, el hombre era quien les ponía precio. Los tamangos eran imprescindibles tanto para buscar ese mango que te hiciera morfar como para asistir a la escuela, reuniones o fiestas programadas. 

Raquel, madrina perpetua de varias generaciones, rol adquirido a raíz de su fanatismo por la soltería, aconsejaba desde la contradicción, recomendaba a las mujeres jóvenes de la familia los detalles básicos para elegir al mejor candidato. Aseguraba que el secreto para saber si el pretendiente tenía espaldas suficientes como para mantener un hogar estaba en la calidad del calzado que lucía, que todo lo demás podía ser prestado. Más triste que este consejo digno del viejo Vizcacha eran las risas nerviosas que despertaban en el auditorio. 

Ramón Maidana nunca tuvo auto, su garage siempre fue el taller de compostura de calzado del barrio. Había magia en aquel lugar, olor a cemento y cuero, en la radio siempre un tango, en su boca, un cigarro, tachuelas y algunos clavos y un cartel un poco ajado que rezaba una amenaza: “Si usted se olvida de retirarlos, yo me acuerdo de donarlos". Su fama de antiguo hombre de la noche y picaflor incorregible me llevó a imaginarlo como a un batman con capa floreada. 

En mis reiteradas fugas de injustas penitencias hallaba asilo de embajada en su corazón de niño. De los carros que desfilaban por el barrio como carrozas sin reinas de un carnaval no deseado, tirados por caballos con sus cascos protegidos con herraduras, la mayoría de sus ocupantes viajaban descalzos, algunos carruajes estacionaban periódicamente en lo de mi vecino, en ocasiones se llevaban un par de lustrosos olvidos envueltos en papel de diario, la alegría de los niños de pies desnudos emocionaba al zapatero, su preocupación cuando nada tenía para darles la resumía en una oración: "algún día se van a cansar de pedir". El aprendiz de Robin Hood aseguraba que el calzado que le faltaba a los desposeídos dormía en los armarios de los ricos y que las durezas expuestas en los pies de los pobres no eran más que una muestra visible de los callos que remachaban sus almas. 

El día que los reyes me trajeron los botines soñados, corrí hasta su negocio para mostrárselos. Un amigo no sabe de cumplidos, después de fruncir el rostro me advirtió que la mayoría de las propagandas mentían, que la goma no se enciende en chispas, me sugirió cambiarles el nombre a mis timbos o bien dejarlos en sus manos por un día. Opté por la segunda opción, cuando gané la calle con los botines puestos, destellos contra adoquines provocaron las chapitas que recubrían los tacos de caucho de mis flamantes Sacachispas. 

En cada una de las cíclicas crisis económicas que me tocó vivir, aprendí que la pobreza crece desde el pie. Zapatillas despegadas, ojotas en pleno invierno, mocasines descosidos, son algunos de los modelos que lucen hombres y mujeres buscadores de comida en contenedores. 

El último robo que sufrí fue distinto a todos. Después de solicitarme, revólver en mano, la billetera junto al celular y antes de retornar a la moto en su rol de acompañante, el joven ladrón volvió sobre sus pasos para decirme "amigo, dame las llantas". Con el fin de sacarme la bronca contenida no dudé en caminar las treinta cuadras que me separaban de mi domicilio iluminando el camino con chispas originadas en una irregular fricción de oxidados pensamientos. Maldije a todos los que me mintieron, a quienes me enseñaron que, haciendo los deberes sin dejarme copiar, atendiendo únicamente mi juego, forjando una conciencia individualista, familiar, minúscula, mi vida no correría ningún peligro, que la suerte del otro no era un problema mío. ¿La contracara de la sumisión necesaria de todos aquellos a quienes el destino o un dios dormido los condenó a la miseria, será la violencia? 

Volví a cuestionarme la inversión inútil de mi tiempo libre disfrazando de éxitos hasta mis más rotundos fracasos con el fin de lucirlos ante un hipócrita jurado virtual. Intenté recordar mis utopías enterradas bajo escombros de costosos objetos, de cosas que no sienten ni piensan, no me desean ni me extrañan, pero que tal vez me sentencien, mediante un impulso involuntario, a perder mi vida en su defensa. Anestesiado por la impotencia llegué a mi destino casi sin darme cuenta. Antes de abrir la puerta de mi casa limpié con la palma de mi mano derecha un barro de tierra y sangre pegado sobre las plantas de mis pies. Demoré el ingreso, más de lo habitual, al recordar que no sólo carezco, del otro lado del umbral, de un cuerpo cálido que me abrace haciéndome sentir menos vulnerable, tampoco guardo zapatos en buen estado en mi botinero ni tengo conocimiento de ningún Ramón Maidana.

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