El "ojo mocho" había sido el subsuelo de Sociales y los bares de Uriburu y Marcelo T. durante el menemismo, y acaso la continuidad de largas conversaciones político culturales, que se remontaban a capas históricas diferentes: las cátedras nacionales y Envido en los 60-70, el exilio sudamericano con vida académica y periodística en una San Pablo de la dictablanda vecina, el regreso a la Argentina, con los 80 alfonsinistas y la revista Unidos. Hasta ahí, Horacio González había alcanzado todo lo alto que un profesor de sociología y ensayista universitario, podría aspirar. Nunca dejó de ser un tipo austero, y parte del modo en que habitaban la ciudad con su amada compañera Liliana Herrero tenía mucho de esa intersección entre bohemia y militancia cultural, romanticismo cosmopolita. Horacio ya era Horacio, e incluso en revistas periodísticas como Fin de siglo, El Porteño, El Periodista y La Maga podía ser convocado, junto a Nicolás Casullo, para hallar el interpretante privilegiado de los 70, esa traducción necesaria para la época. Pero ya entonces asomaba la disposición personal de articular generaciones y hacer del testimonio no el monólogo embriagado del que ya lo vivió todo (cuando le sobraba el paño para dar “cátedra”), sino aquello que abre compuertas, descorre cortinas, ilumina desvanes y buhardillas, ofrece glosarios y contraseñas. Herramientas, subrayados, intersticios para leer nuevamente el mismo texto, o el recién amanecido. ¿Quién es John William Cooke, González?, podía ser consultado. ¿Es el peronismo el hecho maldito del país burgués?, se lo podía requerir. Y su respuesta no era la reafirmación hermética de la consigna que se reitera con el eco de un pasadizo mal acustizado, sino la propuesta de un enigma imposible pero deseable. Por ejemplo: “Yo creo que Cooke es, de algún modo, un pequeño madero del cual hoy cualquiera podría agarrarse para tener una visión más matizada de la relación de Perón con las izquierdas”.

Pero entonces el país de los 90 se hundió en el desierto, se desfondó. Hubo movimiento de placas tectónicas, y una amalgama heterodoxa de CTA, piqueteros, movimiento de derechos humanos, Hijos, intelectuales universitarios, luchadores sociales, nuevo cine argentino, diarios y semanarios progres, asambleas barriales, fracciones disidentes de radicales, peronistas y/o socialistas, movió el piso de lo existente e hizo emerger otro país. En los días del tórrido verano de 2002, una revolución sin nombre daba vueltas por Argentina y requería un diccionario. Acaso un cerrajero que supiera mover la manija y formular claves hasta encontrar el clic. La lógica pontemkiniana de que la comida en mal estado podía ser la chispa que incendie la pradera, al menos que enfurezca a la tripulación (2001), se reveló adecuada; aunque fue necesario encontrar una estructuración política más fuerte en una instancia mayor que demoró algo más (2003). Por esos días, Maristella Svampa y Sebastián Pereyra, que habían escrito Entre la ruta y el barrio sobre el movimiento piquetero, invitan a Horacio González a presentar el flamante libro en el Centro Cultural Ricardo Rojas, con la participación de los principales dirigentes piqueteros. De esos diálogos se nutría el campo popular y el cambio social, y eran posibles si había escucha, osadía y devolución. Algo había empezado a moverse por debajo al grado de volverse presente, ya no recuerdo ni nostalgia, aunque tuviese el aroma desbordante de la tormenta, el anacronismo y lo espectral. Y Horacio, las dejaba picando, las devolvía redondas.

Tiempo después, un día suena el teléfono en el Bar Británico de Caseros y Defensa, y el mozo le avisa a Horacio que es para él. “Hola, ¿quién habla?”. “El presidente”. ¿Es posible, se puede creer? ¿Qué va a suceder? “Quiero que seas el director de la Biblioteca Nacional”, le dice la voz y posiblemente completara la frase con una sonrisa, porque así era el pingüino. Fue entonces quizás cuando la gran compuerta se abrió y empezamos a ver a Horacio de otra manera. Y posiblemente la exigencia subió en él algunos peldaños más, por la necesidad doble de comprometerse a la tarea encomendada y, a la vez, hacerlo de un modo que en el mismo movimiento abriera múltiples diálogos con la historia, pensar contra sí mismo, diferir con el ademán gastado, interrumpir la repetición laberíntica. Y rápidamente entrevió que entrar en la biblioteca de la nación era abrir el catálogo de los libros para pensarnos y conmovernos, reponer los olvidados, rescatar a los mejores, y proponer nuevos textos, nuevas interpretaciones. Y realizar todo eso mientras los libros eran un acto de habla y de lectura, un presente que ahora se abría y volvía a convocar. El rápido contacto y asociación afectiva con las múltiples familias de la edición, el periodismo cultural, las cronotopías de la ciudad y las universidades, el registro político partidario, el mundo organizacional psi y científico (y hasta el buen aire artístico del teatro y la música), le permitieron a Horacio González insuflarle a la tambaleante Biblioteca Nacional el volumen y la centralidad cultural que pocas veces había tenido como institución pública, aunque la poblaran Groussac y Borges. Se tomó el trabajo, además, de escribir la historia institucional, precisamente para reescribirla.

El hombre que tomaba el colectivo 29 en la vereda del Parque Lezama para ir a su oficina en la BN, como un personaje de Sabato, recuperó a Ezequiel Martínez Estrada por la fiebre pampeana, la macrocefalia de Goliat, pero más que nada por el Qué es esto como pregunta frontal a la oligarquía y el naciente gorilismo. Con Horacio González, la BN abrió plenamente su acceso al público, llenó de investigadores y lectores sus salas, editó y coeditó libros como nunca, releyó autores ausentes o descascarados, abrió bar, plaza y hasta el Museo de la Lengua, con la dirección de la emergente y cada vez más afinada María Pía López. De toda esa trama cultural abigarrada y velozmente renacida en Las Heras y Agüero, donde la Libertadora se había ensañado sesenta años antes con la residencia presidencial del palacio Unzué, surgió el espacio intelectual Carta Abierta, que supo reunirse cada sábado, durante largos ocho años, convirtiéndose en el pulmón y las neuronas de una ansiada recuperación del movimiento nacional y popular en Argentina.

Tras la primera internación por un ACV en 2013, había regresado con más obra. Un episodio intenso, protagonizado por los jóvenes que ya eran sus amigos y herederos, que pobló el aula 100 de la vieja facultad de Sociales, se convirtió en una oración colectiva de lectura de textos, romántica y ensoñada, que lo trajo de nuevo a la vida. Ahora, publicaba novelas. Ese último momento empinó aún más una vasta obra de más de cuarenta libros. Como dice el poeta uruguayo Fernando Cabrera: “Un día nos encontraremos / En otro carnaval / Tendremos suerte si aprendemos / Que no hay ningún rincón / Que no hay ningún atracadero / Que pueda disolver / En su escondite lo que fuimos / El tiempo está después”. Tal vez el campo intelectual y docente de las nuevas universidades nacionales nacidas o consolidadas hacia el Bicentenario despida esta semana, en Horacio González, ni más ni menos que a su Patrono. Y cada oración a Horacio será releída y conversada con exigencia crítica, con apasionada voluntad política y con devoción por los hilos de la memoria que despiertan, en cada consciencia política y militante, aquello que nos reencuentra con las mejores tradiciones del pensamiento, el pueblo, la nacionalidad y la región. Nuestro terruño y nuestro cielo, el lugar donde encontramos el atardecer y la luz.