Desde Barcelona

UNO De llegar a ser escritor, Rodríguez ya sabe lo primero que haría. Tomarse una foto. Nada de esa vulgaridad junto a tablero de ajedrez o con guantes de box (siempre le sorprendió que alguien tan genial y refinado como Nabokov hubiese caído en ambas poses) o, mucho menos, posando para selfie con el propio libro y marcando pómulos Blue Steel by Derek Zoolander. Pero sí le gustaría que lo retratasen de espaldas a su biblioteca (escenografía que se volvió digna de análisis/espionaje hasta por medios serios en tiempos del Zoom/Covid-19 para "informar" sobre qué leía quien hablaba). Pose en la que nunca se tiene claro si los que allí se ubican lo hacen para sentirse respaldados por tanto lomo célebre o si están huyendo de esos inmortales esperando no ser alcanzados por ellos cuando, en verdad, lo que sucede es que nunca los alcanzarán: porque los poseurs nunca estarán a su altura en estantes ni tendrán su volumen en páginas.

DOS En cualquier caso, entre las muchas fotos de escritor con biblioteca que vio Rodríguez, hay una que siempre le gustó mucho. Una del escritor norteamericano William H. Gass. En ella, Gass (1924-2017) aparece de espaldas a la cámara y de cara a biblioteca. Allí, Gass sacando o devolviendo libro cuyo título no alcanza a ver (Rodríguez sí identificaa otros). Es más la foto de un lector que la de un escritor. Es la foto de alguien que, antes de sentarse a escribir en escritorio, se paró a leer en biblioteca. Mucho y más. Como debe y debería siempre ser.

TRES Entre los autores que Rodríguez detecta en lo de Gass está el volátil John Gardner, con quien Gass en más de una ocasión conversó/polemizó en público. En célebre debate de 1978, Gardner acusó cordialmente a Gass con un "¡Bill, estás desperdiciando en tonterías una de las mentes más geniales que jamás haya dado América! Diferimos en la definición de belleza. Yo creo que el lenguaje existe para aparecer de manera contundente. Tú piensas que sirve para decorar prolijamente las paredes. Lo que yo pienso que es hermoso, tú pensarás que no está suficientemente ornamentado. La diferencia está en que mi 707 podrá volar mientras que el tuyo tiene tantas incrustaciones de oro que jamás podrá despegar del suelo". Al oír eso, Gass (quien definía al pasado como ese abrigo que se tiraba sobre un sillón al entrar pero que, invariablemente, uno deberá volver a ponerse para combatir al frío del presente y del futuro) le respondió a Gardner con atemporal bondad: "Lo que yo quiero lograr es que lo mío esté allí quieto y pegado a la tierra y sólido como una roca, pero que todos piensen que está volando".

Rodríguez se dijo que otra de las cosas que le gustaría de llegar a ser escritor sería la de poder responder cosas así, como las del sólido de apellido gaseoso Gass. Pero antes de la foto y de la respuesta, claro, hay que ser invisible y silencioso y, claro, escribir. Escribir muy bien.

CUATRO Gass escribió mucho y muy bien. Ficción y no-ficción. Top Five: ensayos magistrales (como aquel dedicado a el/lo azul); un perfecto volumen de cuentos con el hermoso título de En el corazón del corazón del país y con prefacio/credo formidable donde se lee que "Alguna vez la literatura unió a las familias más que las discusiones" (y donde no deconstruye pero sí disuelve para luego solidificar en nuevo molde el vasto paisaje de la Gran Tradición Narrativa Norteamericana con relatos que parecen cuadros de Edward Wyeth repintados por Jackson Pollock); las nouvelles de Cartesian Sonata (a destacar "Emma Enters a Sentence of Elizabeth Bishop's"); una novela legendaria que le llevó más de un cuarto de siglo de trabajo: The Tunnel (para algunos una milagrosa aberración y para otros un aberrante milagro ganador del American Book Award); y, justo antes de morir, Gass dejó ordenado portentoso y antológico The William H. Gass Reader que funciona como puerta de entrada para quien nunca estuvo allí así como de salida de emergencia para su constante relectura.

En vida, Gass perteneció a ese grupo de revolucionarios ya vintage (Gaddis, Pynchon, Coover, Barthelme, McElroy y Barth entre otros, etiquetados posmodernos) que patearon el tablero de la ficción norteamericana, buscaron un vía alternativa, e hicieron mucho durante un breve en vida (pero amplísimo en obra) período entre el límpido realismo de The New Yorker y el realismo sucio de Carver & Co. De paso, "descubrieron" y admiraron la literatura latinoamericana.

CINCO Gass admitió que lo que impulsaba a lo suyo era el odio ("Mucho. Con Fuerza") y la revancha ("Quiero elevarme tanto que, al cagar, no se me escape nadie ahí abajo", desea uno de sus personajes); pero, también, era un gran optimista. Y su mensaje a los que querían escribir era: "Sé feliz porque nadie mira lo que haces, nadie te escucha, a nadie realmente le importa lo que consigas; pero en ocasiones suceden accidentes y nace la belleza".

Así, su belleza (su pasión/preocupación por "la estructura estética de las oraciones") fue reconocida por más jóvenes como Ben Marcus, Rick Moody, William T. Vollmann, David Foster Wallace y por Rodríguez; quien no es escritor pero quiere serlo tanto que, en ocasiones, se siente escrito (como en película con guion de Charlie Kaufman). Y se dice que, de ser así, por favor, le gustaría que lo escribiesen un poco mejor, un poco más leído...

SEIS ...aunque no dejen de ocurrírsele cosas que no entiende cómo se le ocurren (explicación: soy yo quien las pone en su cabeza y, sí, me temo que mi próximo libro incluirá mi retrato bibliotecado; y recordar/saber que fue Gass quien acuñó/patentó el término metaficción) pero que estarían muy bien para contestar en las entrevistas que le harían de ser él escritor. Por ejemplo: en puntual respuesta a esa pregunta que, inevitablemente, le harían acerca de qué libro ajeno le gustaría que llevase su nombre en la portada; Rodríguez (yo) postularía que, ante el deseo adolescente de escribir libro ajeno favorito, acababa imponiéndose el maduro placer de haberlo leído. Y que, ante los padecimientos de escribir Moby-Dick o À la recherche du temps perdu o Anna Karenina o La invención de Morel o The Tunnel, él ahora optaba por el gozo de poder leerlos con puro e inalterado placer. Y ampliaría: "Es algo que, por suerte, se va cayendo como una primera piel con la pérdida de cierta inocencia literaria, cuando uno no vacila en señalar con soberbia de hormonas alborotadas a esta o aquella obra maestra como textos que le hubiese gustado firmar. Pero con los años se comprende, con sabiduría o acaso resignación, que, de haberlos escrito, jamás se hubiese podido disfrutar de su lectura como se debe... Porque la mejor lectura es la de los demás. No la del autor sino la del lector. La lectura desde el afuera, sumergiéndose página a página hasta sentirse parte de todo eso. Y esa es la única certeza: se empieza a escribir --para bien o para mal-- de verdad y como uno recién al comprender que jamás se podrá escribirde mentira ycomo otro".

 

Pensado esto, Rodríguez saluda al espejo del baño y sale de allí y se pone a ordenar su biblioteca con la espalda bien recta, en caso de que, de pronto, algo haga click y flash y quese le revele ese sólido como una roca Había un vez... porque, en principio, por fin, ya hay y habrá tanto tiempo para salir volando pegado a esta tierra tan quieta.