UN DÍA CUALQUIERA

12:35. Suena el teléfono. No tiene gracia. Esta no es mi manera preferida de despertarme. Mi manera preferida de despertarme es que cierta estrella de cine francesa me susurre suavemente al oído a las dos y media de la tarde que, si quiero llegar a Suecia a tiempo para recoger mi Premio Nobel de Literatura, tengo que pedir ya el desayuno. Cosa que ocurre con bastante menos frecuencia de lo que una querría.

Lo de hoy es un ejemplo perfecto, ya que quien me llama es un agente de Los Ángeles que me informa de que no nos conocemos. Así es, y no sin razón. Está audiblemente bronceado. Se interesa por mi obra. Y su interés le ha llevado a pensar que sería una buena idea encargarme una comedia para el cine. Tendría, por supuesto, total libertad artística, pues es evidente que los escritores cómicos se han hecho con el negocio cinematográfico. Miro a mi alrededor (una proeza para la que me basta con mirar hacia arriba) y me doy cuenta de que Dino de Laurentiis se sentiría ciertamente sorprendido de oír algo semejante. Se ríe con desenvoltura y sugiere que hablemos. Yo le sugiero a él que ya estamos hablando. Él, sin embargo, quiere decir allí y con los gastos a mi cargo. Le replico que la única forma de ir a Los Ángeles pagándomelo yo sería por correo.

Suelta de nuevo una risita y sugiere que hablemos. Me muestro de acuerdo en hablar con él cuando haya ganado el Premio Nobel, por mis sobresalientes avances en el campo de la física.

12:55. Intento volver a dormirme. Y aunque el sueño es una de las actividades en las que he manifestado una perseverancia y un tesón homéricos, no consigo mi objetivo.

13:20. Bajo a recoger el correo. Vuelvo a la cama. Nueve envíos de revistas, cuatro invitaciones de cine, dos recibos, la invitación a una fiesta en honor de un famoso heroinómano, un aviso de corte de teléfono de la New York Telephone y tres cartas recriminatorias de lectoras de Mademoiselle que quieren saber cómo me atrevo a tratar a las plantas domésticas –seres verdes y vivos– con tan descarada falta de respeto. Llamo a la compañía telefónica e intento hacer un trato, ya que no puedo pagar en efectivo. ¿Les gustaría ir a un pase privado? ¿Les importaría asistir a una fiesta en honor de un heroinómano? ¿Les interesa saber por qué se me ocurre tratar a las plantas con tan evidente falta de respeto? Parece que no. Lo que quieren son 148 dólares con 10 centavos. Les doy la razón en que, efectivamente, es una preferencia razonable, pero les advierto de lo soso que resulta vivir dedicada a la ciega búsqueda del dinero. Somos incapaces de llegar a un acuerdo. Me tapo con las sábanas y suena el teléfono. Me paso las siguientes horas defendiéndome de los editores, charlando amigablemente y tramando venganzas. Leo. Fumo. Y, por desgracia, mi vista tropieza con el reloj.

15:40. Considero la idea de levantarme de la cama. La rechazo por excesivamente tajante. Leo y fumo un rato más.

16:15. Me levanto sintiéndome curiosamente abotargada. Abro la nevera. No me decido ni por el medio limón ni por el tarro de mostaza Gulden’s, y sobre la marcha elijo ir a desayunar fuera. Creo que este es precisamente el tipo de chica que soy: caprichosa.

17:10. Vuelvo a casa cargada de revistas y me paso el resto de la tarde leyendo artículos de escritores que, lamentablemente, han llegado al límite de sus fuerzas.

18:55. Intermedio romántico. El objeto de mis afectos llega con una planta de regalo.

21:30. Salgo a cenar con un grupo de gente entre la que se encuentran dos modelos, un fotógrafo de moda, el representante de un fotógrafo de moda y un director artístico. Me paso casi todo el rato con el director artístico, atraída hacia él en gran medida porque es quien conoce más palabras.

2:05. Vuelvo a mi apartamento y me dispongo a trabajar. Por consideración al fresco que hace me pongo dos jerséis y otro par de calcetines. Me sirvo un vaso de soda y acerco la lámpara al escritorio. Releo varios números de Rona Barrett’s Hollywood y una hermosa muestra de Las cartas de Oscar Wilde. Cojo la pluma y me quedo mirando el papel. Enciendo un cigarrillo. Miro de nuevo al papel. Y escribo: “Un día cualquiera en Nueva York: introducción a varios temas”. Bien. No suena del todo mal. Paso revista a lo que ha sido el día y me siento indescriptiblemente deprimida. Garabateo en los márgenes. Rechazo una idea que se me ocurre para la puesta en escena, con actores negros, de la obra de Shakespeare Como les guste. Echo una anhelante mirada al sofá, consciente de que puede convertirse fácilmente en cama. Enciendo otro cigarrillo. Me quedo mirando al papel.

4:50. El sofá gana. Otra victoria del mobiliario.

NIÑOS ¿A FAVOR O EN CONTRA?

En los ambientes en que me muevo, que amablemente podríamos llamar círculos artísticos, los niños resultan poco frecuentes. Pero hasta el más artístico de los círculos tiene, aun periféricamente, una edición limitada de esa tenaz institución familiar.

Como por lo general me gustan los niños, acepto esta situación con bastante menos disgusto que muchos de mis amigos más raros. Lo cual no quiere decir que me enloquezcan sus pequeñas sonrisas sardónicas, sino, simplemente, que me considero dotada de una incuestionable objetividad, y por tanto muy cualificada para tratar el tema con suficiente autoridad.

Por la cantidad de niños que se ven, parece que la gente se los saque del sombrero, pues, si prestara a este tema la debida atención, actuaría sin duda con mayor decoro. Es sabido que hasta hace poco los futuros padres no han tenido la posibilidad de que se les explique bien, negro sobre blanco, los hechos, por lo que tampoco podía hacérseles plenamente responsables de sus actos. Con este propósito he ordenado con cuidado la información pertinente, con la ferviente esperanza de que pueda dar como resultado un futuro poblado por el más atractivo plantel de niños que se haya visto nunca.

A favor

Debo empezar con la expresión “un simple niño”, ya que, invariablemente, la experiencia me ha demostrado que la compañía de un simple niño es con mucho preferible a la de un simple adulto.

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Los niños son generalmente de baja estatura, y eso les hace muy útiles para llegar a los sitios de difícil acceso.

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Los niños no se sientan a tu lado en los restaurantes para comentarte en voz alta sus más ridículas esperanzas del futuro.

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Los niños hacen mejores preguntas que los adultos. “¿Puedo coger una galleta?”, “¿Por qué es azul el cielo?” y “¿Qué dicen las vacas?” son preguntas mucho más susceptibles de suscitar una respuesta jocosa que preguntas como: “¿Dónde está su manuscrito?”, “¿Por qué no llamó antes?” y “¿Quién es su abogado?”.

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Los niños dan vida al concepto de inmadurez.

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Los niños son los contrincantes ideales para jugar al Scrabble, ya que es fácil ganarles y divertido engañarles.

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Aún es posible introducirse entre un montón de niños sin detectar el más mínimo olorcillo a la excitante y áspera loción para después del afeitado o a colonia.

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Los niños duermen o solos, o abrazados a sus ositos de peluche. La sabiduría de semejante actitud es incuestionable, ya que los libera del inmenso tedio que supone tener que escuchar las confesiones que otros te susurran. Yo aún tengo que aguantar a un oso de peluche que abrigaba el secreto deseo de llevar un uniforme de sirvienta.

En contra

Incluso cuando se les pone ropita limpia y se les quita todo tipo de obvias chucherías, los niños tienden a estar pringosos. Solo cabe suponer que esto está relacionado con el hecho de que no fuman lo bastante.

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Decididamente, los niños tienen escaso sentido de la moda, y, de dejarlos a su aire, sin duda irían vestidos con atuendos de corte desafortunado. A este respecto no se diferencian mucho de sus mayores, aunque en cierto modo una les echa más la culpa a ellos.

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Los niños responden de manera inadecuada a los chistes sardónicos y a las amenazas veladas.

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Notoriamente insensibles a los leves cambios de humor, los niños insisten en seguir hablando del color de una mezcladora de cemento vista hace una hora, aun cuando el interés de una por el asunto ya se haya desvanecido hace mucho rato.

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Los niños pocas veces tienen la posibilidad de prestarte una interesante cantidad de dinero. Con todo, siempre hay excepciones, y estas constituyen una excelente aportación a cualquier fiesta.

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Los niños suelen levantarse a horas inverosímiles y a menudo tienen la costumbre de llenar el estómago vacío.

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Los niños, vestidos de etiqueta, no lucen nada.

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Los niños van con demasiada frecuencia acompañados de adultos.

 

EL ASUNTO FAMILIAR: UNA CUESTIÓN MORAL

Acompañar del adjetivo “natural” la palabra “parto” dejaba suponer que podía haber un parto antinatural. Los que abogan por esta idea señalaban que durante miles de años las mujeres habían tenido a sus hijos en la intimidad y la quietud de sus propias casas, o en medio de los campos de arroz, con solo tumbarse y respirar profundamente. Según decían, la costumbre de correr al hospital para atiborrarse de drogas y ponerse en manos de médicos era una equivocación. Las cosas no podían seguir así. Hubo quienes atendieron a estas razones, y quienes hicieron caso omiso. Algunas de las que no quisieron saber nada no lo hicieron por arrogancia, o movidas por una fuerte y clara creencia en la pertinencia de su comportamiento antinatural. Simplemente les encantaba correr al hospital. Les gustaba que les inyectaran drogas. Y adoraban que los médicos se ocuparan de ellas. Para ellas, lo antinatural era un modo de vida. Fieles a su compromiso con la artificialidad, se saludaban entre sí con miradas de inteligencia, y se despedían susurrando un à rebours. Se sentían satisfechas y se consideraban sofisticadas en la medida en que podían serlo en circunstancias cuyo carácter era innegablemente heterosexual y, por lo tanto, limitado.

Poco a poco, sin embargo, empezó a correr entre este grupo un rumor inquietante. Empezaron a oírse oscuros susurros. La presurosa multitud empezó a desertar de las mejores salas de espera. Tras unos meses de silenciosas especulaciones, al fin se descubrió la verdad: cierto personaje chic había descubierto la manera de tener hijos merced a la cual el simple parto antinatural parecía poco menos que comerse la propia placenta. Este grupo de mujeres prescindía de toda función corporal y tenía a sus hijos en los bares.

El más popular de estos bares se llamaba Gallinita y se hallaba en una elegante calle cerca del East River. Los futuros padres estaban merodeando y llegaban al establecimiento en taxi o en sus propios coches, llamaban suavemente a la puerta barnizada de color marrón chocolate, y se presentaban a una septuagenaria, engañosamente amable conocida sin más como “la Abuela”.

Una vez admitidos, se sentaban o bien a una de las mesas o se apoyaban en la barra tratando de parecer cariñosos mientras inspeccionaban a los niños. Hablaban muy poco y, en todo caso, solo para comentar las cualidades de la mercancía con frases como: “¿Crees que se parece a mí?”, “Hay uno presidente de una junta de estudiantes”, o “¿Crees que se hará la cama?”. Los más agresivos se acercaban furtivamente a los chiquillos que tenían un aspecto más prometedor y les preguntaban: “¿Te gusta jugar al escondite, muchacho?”. O se llevaban a un lado a las niñitas más rubias, les ofrecían pasteles de chocolate caseros y les daban a entender, en términos inequívocos, que había muchas más como ellas en el lugar de donde venían.

Los niños también desplegaban sus artimañas, y a algunos de los chiquillos no había nada que los detuviese. Al anochecer, cuando ya los adultos más permisivos habían hecho su elección, no era de extrañar que algunos de los críos no adoptados se dibujaran furtivamente astutas pecas en sus diminutas narices con lápices de ojos de color marrón que llevaban hábilmente disimulados, o anunciaran en voz alta, con clara intención de ser oídos, que, cuando crecieran, querían ser médicos.

Cualquier observador atento podía notar que algunos de los padres en ciernes cruzaban sin detenerse la sala principal y pasaban directamente a la trastienda. Esta estaba destinada a futuros padres con gustos más específicos. Allí, los chiquillos dejaban desabrochado uno de los tirantes del peto para indicar sus especiales preferencias. El tirante izquierdo suelto quería decir: Soy respondón... No hago mis deberes... Me mearé en la cama hasta los quince años... Convertiré tu vida en un infierno... No sabes el castigo que te espera conmigo. Los de este grupo gravitaban rápidamente en torno a los adultos que llevaban sus cigarrillos en la mano derecha, lo cual quería decir: No importa, saldremos adelante... ¿Qué más da?... Perdona, no pretendía esto... ¿Qué habré hecho mal?

El tirante derecho suelto quería decir: Yo tuve la culpa... Intentaré hacerlo mejor... No puedo mentirte... Creo que no soy lo que se dice precisamente bueno. Los de esta pandilla invariablemente se dirigían hacia los adultos que llevaban el cigarrillo en la mano izquierda, lo cual quería decir: Te quedarás sin postre... Vete a tu cuarto... Los tiré todos... Nosotros no tenemos Navidad.

Como pueden imaginarse, una situación como esta no podía durar de forma indefinida. Otros padres con inclinaciones antinaturales empezaron a dejarse caer por la Gallinita. Y pronto empezaron a acudir allí hasta de fuera de la ciudad. “Los fines de semana”, decían los entendidos, “aquello se pone absolutamente imposible. ¿Viste a los niños de la semana pasada? Puros restos de serie, te lo digo yo.”

Finalmente, tanta actividad acabó llamando la atención de la policía, que, un sábado por la noche, irrumpió en el local. “¡De cara a la pared, buscones de madres!”, gritaron los polis a un grupo de niños agarrados de la mano de mujeres sospechosamente vestidas con delantales. “¡Maldita sea, nunca creceremos!”, respondieron a gritos los niños. Y de pronto, uno de ellos, soltándose de la mano de su recién adquirida madre, corrió hacia la barra y echó mano de una botella de leche. “¡Alto ahí!”, chilló uno de los agentes de la ley. Pero su advertencia no fue escuchada, y no tardaron en unírsele otros tres niños de la misma calaña. Todos ellos empezaron a beber ansiosamente de sus respectivas botellas, mirando a los policías con irónicas sonrisas, chorreantes de leche. Los chicos de uniforme, fuera de sí, empezaron a vomitar fuego. Cuatro niños resultaron muertos. Así terminó la tragedia del Estado Sin Esperanza.

 

>Fran Lebowitz presenta su libro en pocas palabras

La primera obra de este volumen la escribí cuando tenía poco más de veinte años; la última, cuando apenas había rebasado la treintena. Ahora me encuentro en lo que solo el más parcial e idealista de los observadores describiría como comienzos de la cuarentena. Por lo tanto, no me extrañaría que alguien me lanzase la pregunta de si estos textos son (efectivamente) relevantes. Permítaseme, pues, que se la devuelva un poco.

Aunque ciertamente los anillos del humor, la radioafición, las discotecas, la decoración high-tech y el sexo seguro con desconocidos no son novedosos o ya no existen, no puede negarse que muchas de estas cosas (aunque no, por desgracia, la última) sí han resurgido con bastante frecuencia, y que, en esta época particularmente aburrida y retroactiva, pedirle a un escritor que sea atemporal, cuando ya ni siquiera se le pide que sea puntual, no solo es muy injusto, sino también indecoroso.

 

Si lo que actualmente llamamos arte puede llamarse arte, y si lo que actualmente llamamos historia puede llamarse historia (y, por supuesto, si lo que llamamos actual puede llamarse actual), entonces insto al lector contemporáneo –esa solitaria figura– a acoger estos escritos con el mismo espíritu con el que fueron inicialmente concebidos y con el que de nuevo se ofrecen: como estudios de historia del arte. Pero con una diferencia: una historia del arte moderna, pertinente, de nuestro tiempo, muy reciente. Historia del arte en plena gestación.