A Juan Forn lo conocí en febrero del 99 cuando me pidió que escribiese una nota para Radar sobre American History X, un film que, aunque mediocre, servía como un disparador efectivo para plantearse, otra vez, las preguntas esenciales de los fascismos. Nos encontramos en un microcine de la calle Ayacucho, por la zona de las distribuidoras. En ese encuentro hubo cierta tensión. Pero el asunto empezó a fluir cuando me pidió que me sentase a escribir en la redacción del diario, para poder editar de manera inmediata, ya que el tiempo apremiaba. Recuerdo que cuando terminé de redactarla, me costaba resolver el final de la columna. Entonces le pregunté a Juan qué hacer. Ahí me dijo que fuéramos a la oficina de Martín Granovsky, porque él de estas cosas entendía, y bien. Cuando entramos a su despacho, un box con las cortinas dobladas que parecía la dirección del Daily planet de Clark Kent, Martín la leyó y con una sonrisa cómplice lo miró a Juan y le dijo: “Es fácil, boludo”. Ahí Juan le estampó una frase final y mandaron la nota a la imprenta.

Después fueron ocasionales los encuentros con Juan, de esos que, cuando uno se cruza en algún barcito de Villa Gesell, conversa sobre algún autor japonés, putea a algún gobierno, y a partir de los cuarenta y cinco, habla de algún achaque de salud. Esas tertulias que uno mantiene mientras no se banca el calor veraniego de la costa.

La cosa, esporádicamente, siguió por mail. El último correo fue bajo el título de “un buen día Dani”, el 31 de julio del 2020, en el que me alentaba a escribir más, después de haber publicado una contratapa, que a decir verdad la escribí pensando en qué diría Juan sobre la historia de unos rusos. Su respuesta agregaba que había usado bien “el dispositivo relato”, lo que en criollo vendría a ser algo así como la ilustración para contar un cuento. Y finalizaba con un “eso quería decirte nomás. Te mando un abrazo!”.

Por suerte yo, un Salieri de Forn, alcancé a responderle que los viernes a la mañana con mis amigos Sergio y Leiser, como si fuese un encantador ritual antes del sagrado Shabat, comentamos sus notas con respeto y gran admiración. Lo que no conseguí decirle en el mail, porque no tenía que ver con la conversación, es que, en mi construcción teológica, la muerte es un escándalo religioso. Y algo más, aunque resulte kitsch: que cuando sea grande, quisiera ser como Juan Forn.

Cuando mi hija Edna me contó la estremecedora noticia, casi de inmediato me encontré con la ternura de ese “Es fácil, boludo” que publicó Martín Granovsky. Aproveché para recordarle a Martín la anécdota de años atrás, y también le dije que ahora comprendí la sonrisa cómplice entre ellos. Con un tono sabio, el querido Martín me respondió: “Creo mucho en los oficios, y en la transmisión de los oficios. El de periodista, el de plomero o el de rabino, no importa cuál. Uno tiene que decir que es fácil y después develarle el truco al otro”. Ahí completé lo que me reveló Forn con respecto al “dispositivo relato”: pescar el procedimiento, lectura, algo de bagaje literario propio y cierta disposición para ver los hilos conductores subterráneos debajo de un dato, una noticia o una anécdota. Y si todo eso lo podés expresar en 5000 caracteres, amigo, lanzate a escribir. Ese es el truco.

 

Juan, por ahora solo predico en una sinagoga. Pero en el servicio religioso del viernes pasado, ante la ausencia de tu contratapa, sin mucha reverencia me atreví a homenajearte y elevar una plegaria por vos.