Con mucho cuidado he dejado entrar en el sótano anteriores palabras, muchas de las que nadie había tenido en cuenta, muchas de las que quedaron pegadas en los capuchones de las lapiceras o en los márgenes de los libros. Y luego de agacharme varias veces y alinear un ojo con el nivel G de cada palabra para que fuera equidistante al nivel del mar y al nivel de la noche despierta, me persigné varias veces ante la santísima trinidad de la poesía moderna, de la poesía tradicional y de la poesía poesía.

El dios santo avanzaba por las vías respiratorias con su locomotora humeante y doña María se inclinaba para la derecha cuando la locomotora giraba hacia la izquierda, por simple respuesta metafísica. Así pudieron dar testimonio de la inaccesible curvatura del túnel que conecta el sótano con la poesía moderna, con la poesía tradicional y con la poesía poesía.

Luego el dios santo comenzó a vomitar todo lo que había comido. Un hilito de sangre a lo Chamfort se iba escribiendo hasta que se cortaba y caía con el resto de guisos y entremeses. Doña María le curó el empacho al santo dios de la poesía moderna y pudo subir al altar de las bases de todas las proezas fragmentadas: “Que una metáfora abra su deslumbrante ojo”, dijo, y la metáfora lo abrió. “Que la elipsis cierre la boca exacta al tiempo que alza la cabeza ausente”, exclamó. Y la elipsis lo hizo. Los seguidores de la poesía moderna, de la poesía tradicional y de la poesía poesía, lo reverenciaron con un gesto prosódico.

El sótano, que en ocasiones no supera el tamaño de la cabeza de un alfiler, ahora era más grande que un movimiento literario. El fervor de los concurrentes les quitaba perspectiva, pero acaso por mi ignorancia, acaso por mi defecto órfico de andar mirando lo que no debo, vi que dios santo se iba poniendo pálido, demacrado, que sus movimientos eran torpes, y que los ojos de doña María, como gemas incrustadas en el hilo de Chamfort, abarcaban todo el recuerdo de las más horrendas pesadillas consonantes del santo dios de la poesía.

Se abrió de pronto un libro extranjero, justo al lado de las velas que me regaló Eduardo, un libro fantasma, con el corazón epigenético recostado sobre la hierba.

Doña María activó inmediatamente el rayo láser de sus ojos y la locomotora se puso otra vez en marcha. Todos los manifestantes, no sólo yo, la vieron girar en torno a infrecuentes precipicios y escucharon su bocina cacofónica en los cruces de vías y de mundos.

Santo dios se puso los gruesos anteojos en un gesto alfa y omega. Las luces intermitentes del tren lechero, como un gusano de navidad, sobrevolaba la inteligencia lenta de todos los que llenábamos el sótano y arrojaba pan dulce y sidra para todos. Los dragones se hicieron mosquitos inoculadores de plasma y antiplasma. Inyectaron una especie de microchip alfarero a nuestros cuerpos físicos, mentales, astrales y periscópicos. Por momentos el tren movía la cola semi estelar y hacía pis en los troncos de los árboles.

Como un pájaro lento de inteligencia lenta, me entendía muy bien con doña María y el dios santo. A falta de palabras ladré complacida. Fue entonces que doña María apagó el rayo láser y dijo que no. Que no se modifica la mente según la imagen que enfrenta. Todos hicieron silencio. Mi ladrido quedó descolocado y falto de sentido.

Mientras la locomotora se aferraba a su curso oval, dios santo dijo una palabra a la que le siguió otra palabra, pero la tercera se superpuso a la cuarta y el pájaro perro de la lenta inteligencia se paró sobre sus cuatro patas y abrió siete veces el pico de jilguero. Inútilmente, claro, porque la poesía moderna y la poseía tradicional empezaron a hablar de líneas y versos a espaldas de la poesía poesía y nadie lo escuchó.

En el sótano hubo un desparramo de frutas abrillantadas. El pájaro perro las comía aguardando el momento en que dios santo le diera la orden a doña María de partir hacia otros sótanos a descubrir el enigma del lenguaje poético.

Cuando la locomotora titilante partió moviendo la cola, presentí que debía volver a aquel punto seguido que coloqué, durante el verano al finalizar aquella palabra encarnada en un verso. Permanecí de pie, junto a ese punto vívido que alguna vez me alzó en el aire, me abrió la boca y me hizo lanzar un grito de placer espeluznante. En cuatro patas el poema ladró. Detrás de mí, las velas que me regaló Eduardo cantaban como un jilguero.

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