Una imagen frente al espejo. Tengo unos 14 años. Me veo enfundada en mi ropa, pero llevo un tapado de mi mamá que me hace un poco más grande y unas botas con algo de taco que delatan mi inestabilidad al caminar. Si había algo de maquillaje o no, es una posibilidad dentro del recuerdo borroso. Esta leve transformación para ser otra, nada tiene que ver con el juego de disfraces, sino con un objetivo claro: ir al cine a ver “una prohibida”, de esas películas que eran vedadas para mi edad pero que mis padres consideraban una restricción absurda: ya habían visto el film en cuestión y por un motivo u otro, sostenían que valía la pena que lo viera. Al llegar al cine, había que pasar un filtro. Ahí estaban los rostros censores de los boleteros que frustraban los planes de muchos, pero cada tanto se desentendían de su poder haciendo la vista gorda. Recuerdo alguna vez que ni siquiera tuve necesidad de mostrar la cédula de identidad rosada: mi cara de nena delataba la caracterización más exquisita, pero tras la explicación razonable de mi padre, lográbamos entrar a la sala “bajo su responsabilidad”.

Estas pequeñas transgresiones hicieron que una tarde de sábado me encontrara sentada en las butacas del cine Cosmos. Al lado mío: mi mamá. La película: Un verano con Mónica de Ingmar Bergman.

Hasta ese momento, el cine era para mí las películas de Chaplin, las aventuras del perrito Benji, las animadas de Disney que veía en el cine Los Angeles, y un poco más grande, un picoteo televisivo que alternaba entre el ciclo de terror de Narciso Ibañez Menta y alguna comercial de Argentina Sono Film.

Un verano con Mónica fue la primera percepción de que el cine podía ser otra cosa. ¿Pero qué cosa? La pregunta de rigor al salir de la sala (“¿Te gustó?”) fue un “sí”, de esos que son una respuesta casi automática, que confirman al otro que la aventura en la que nos acabábamos de embarcar había valido la pena, pero que no desarrollan nada en relación a la película en sí misma. Recuerdo que no me explayé en ese momento. No sabía qué decir, quizás aún me sentía algo pudorosa por descubrir el deseo en la pantalla grande. Esos besos de los protagonistas hacían que escondiera mi mirada en el paquetito de garrapiñadas, mientras simulaba una comodidad que no tenía. Mi mamá parecía de lo más normal en la butaca de al lado. Para mi era raro, claro. ¿Qué es lo que me había gustado entonces? Solía sacar fotos blanco y negro en esa época. Me gustaba Doisneau. ¿Sería la fotografía lo que me llamaba la atención? ¿O era la historia de esos dos jóvenes que se lanzaban al mundo para explorar su libertad rompiendo con las normas sociales que los acorsetaban? Posiblemente algo de todo eso me debe haber gustado desde mi óptica preadolescente, pero había algo más. Una sensación nueva. Tan íntima y silenciosa, que se vino conmigo al salir hacia la luz del día y me traía imágenes, sonidos y sensaciones de lo que acababa de ver. Una y otra vez, la película volvía. Era distinto a todo lo que había visto anteriormente. Era otro cine.

Hasta muchos años más tarde, no volví a ver películas de Bergman. Sin buscarlo, me volví a topar con las caras de Mónica y Harry mientras googleaba imágenes de Persona, mi película favorita de Ingmar Bergman. Decidí entonces volver a verla.

Un verano con Mónica explora la sensorialidad, los cuerpos, el deseo, el paisaje. Hay olor y hay tacto en todo lo que transcurre ante nuestros ojos. Hay un tiempo laxo, casi real, que se escurre entre esas olas que van y vienen, en el viento que agita los cabellos de los amantes, en esas pieles desnudas y curtidas por el sol. Hay libertad en el registro de esa aventura de los enamorados, sin juzgarlos en sus decisiones, incluso en sus rincones más mezquinos y egoístas. Hay una cámara que se apropia de esa vivencia amorosa y nos hace parte de esa vida nómade, salvaje. Latimos y viajamos con ellos. Padecemos el encierro de los oficios y de la familia, valoramos esa fuga elegida, y aceptamos/comprendemos las decisiones más radicales en la vuelta a la ciudad. Sopesamos la juventud y la madurez, la vida ociosa y la vida encorsetada, la vida sin hijos y la vida con descendencia. Pero no juzgamos. No hay manipulación en lo que vemos. No hay desde la dirección de Bergman elementos que nos hagan tomar partido. Hay contundencia y rigurosidad en lo que se cuenta y en cómo se cuenta. Una gema.

Hace unos días volví a ver la película para escribir este pequeño texto. Vuelvo a verme en el Cosmos en el umbral de la adolescencia. Ese momento tan bisagra, inquietante, incierto. Pienso en mi madre proponiéndome ese paseo de sábado, sin saber el abismo que nos separará por un rato en los próximos años de crecimiento. Yo aún me siento lejos de transitar algo de esto con mi propia hija, pero puedo intuir el futuro que viene.

Sé que lo que no pude precisar en esa salida del cine, se me revela con claridad en mi vida adulta. Haber conocido a un autor fue el descubrimiento de esa tarde. Y con él, la entrada al universo de tantos otros narradores. Pienso en el privilegio de la mirada personal, la de Bergman, y en lo valioso que es encontrar una forma de mirar el mundo y acercársela a los otros, a quienes espectan. Eso es algo invaluable.

Más allá del lenguaje del cine, pienso también que hay alguien más que “mira” en ese momento, y no es precisamente Harriet Andersson, la actriz que hace de Mónica (¡cómo olvidarla!) con su ojos clavados a cámara, desafiantes y penetrantes ante la decisión de su presente y futuro.

Esa mirada que me observa a mis 14 años es la de mi mamá, la misma que me invita a la aventura, no sólo del cine, sino de la vida. Esa que me lleva a ver una película que me abre la puerta a algo nuevo y estimulante, alentándome al amor, a la libertad, al deseo. A buscar la independencia en los años venideros. A vivir la vida con plenitud. E intenta dejarme en claro, desde ese momento y para siempre, que cada uno es dueño de su mirada, y de elegir su propio destino.

Paula Hernández (Argentina, 1969) estudió en la Universidad del Cine de Buenos Aires, fue becaria del Berlinale Talent Campus, y ha recibido fondos de Visions Sud Est Fund, Global Film Initiative, Equinoxe TBC, Berlinale Co-production Market. Con su primer largometraje, Herencia (2001) obtuvo entre otros galardones el Premio Ópera Prima en el Concurso Nacional de Óperas Primas del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales de Argentina (INCAA). Lluvia (2008) ganó el Premio Especial del Jurado y el Premio a la Mejor Actriz en el Festival de Cine Iberoamericano de Huelva y Mejor Película en Mannheim Film Festival. Los sonámbulos (2019) película elegida como representante a los premios Oscar, tuvo su premiere mundial en el festival de Toronto (Platform Competition), y fue seleccionada entre otros para el Festival de Cine de San Sebastian (HL), AFI Fest, Chicago International Film Festival, y Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, en donde recibió el Premio Coral a la Mejor Película, Mejor Guión y Mejor Actriz. Las siamesas (2020) es su última película y se exhibe actualmente en el MALBA.