Repasa el sobrehueso que le creció en la nariz antes de entrar a la escuela secundaria. Antes tenía una nariz ancha, como la de su abuela o la de su padre, pero después de ese día, a la anchura se sumó la protuberancia de un hueso que se instaló para recordarle esa noche como un hecho histórico que estaría siempre marcado en el calendario de su adolescencia. Acaricia y repasa el hueso. Va y viene sobre él como si quisiera limarlo mientras lee en una crónica de Leila Guerriero: “Putas. Eran todas putas. Las que atendían al sodero en bata, las rubias, las viejas que no usaban enagua. Si caminabas moviendo el culo, eras puta. Si volvías a tu casa después de las once de la noche, eras puta. Puta era la que iba al colegio con las uñas pintadas, puta la divorciada,  puta la hija de la divorciada”. En el punto final de la frase, vuelve el ritmo militar que acompañaba la voz de la Hermana Carlina, a las siete y cuarto de la mañana, en el patio helado antes de la oración y después de arriar la bandera: todas putas, como Sodoma y Gomorra. Van a morir todas quemadas.

Esa mañana, la mañana de la noticia, su madre volvió eufórica: entraste a la escuela de las Hermanas… Valió la pena todas las veces que fui e insistí. Era difícil entrar porque tenían prioridad: niñas que habían hecho la primaria en la escuela, y luego sus hermanitas. Su madre le repetía una y otra vez la travesía que había tenido que hacer para lograrlo. Feliz y tranquila porque había conseguido una buena escuela. Pulcra, cercana y con buena educación. Su madre había tenido buenas intenciones. Como todas las madres o casi todas. Su experiencia y su intuición la habían llevado a un lugar en el que ella había sido feliz. Pero no hay fórmula para la felicidad y lo que había sido una casa para ella, sería una tortura para su hija. Mientras su madre hablaba y hablaba, ella repasaba la conjugación de verbos regulares para una prueba de Lengua. Le costaba horrores el presente subjuntivo del verbo amar, no así de temer ni de partir.

Le faltaban unos seis meses para los trece años. En febrero, su madre le compró un jumper azul marino, cuadrado y sin forma pero que oficiaba perfecto como uniforme. Además, tenía dos ventajas. Por un lado, como era grande le duraría los cinco años. Por otro lado, la tela era lo que se dice de medio tiempo, por lo que podría usarlo durante todo el ciclo escolar sin tener que comprar dos. El resto del uniforme estaba compuesto por medias tres cuartos blancas que sujetaba debajo del doblez con banditas elásticas para que no se cayeran, zapatos negros que nunca estaban lo suficientemente lustrados para las monjas y camisa blanca con blaizer azul marino. Menos se percibía del cuerpo, más a salvo de todo y de todos estaban. Nada invitaba a sentirte cómoda, menos aún, especial. Había una ley implícita que aprendió mucho tiempo después: había que temer ser, mostrar la forma, lo singular, el cuerpo; menos aún el deseo. El problema más grave, como le había pasado a la pobre y maltratada Eva bíblica, era querer ser y querer saber. Por eso, había dos clases de niñas felices en la escuela: quienes no se preguntaban y acataban; quienes no acataban y se llenaban de amonestaciones. Ella no estaba en ninguno de los dos grupos.

La Hermana Carlina, directora de la escuela secundaria, las recibía abriendo el día a los gritos, nunca susurraba y si lo hacía era para decir algo malo sobre el comportamiento de las estudiantes. Acto seguido, fiscalizaba si alguien tenía las uñas pintadas o el cabello de color. Cuando encontraba a alguna de las “fuera de la ley”, la exponía delante de toda la escuela, de todos los cursos, hasta que la misma que había decidido estar por fuera de la norma quisiera estar adentro. La Hermana creía en la disciplina del maltrato y el miedo. Funcionaba en gran medida. Estratégicamente ella y sus amigas comenzaron a callar y a escuchar la voz de la Hermana como el eco de los hombres que compran cosas y lo anuncian con un megáfono por las calles. Con eficacia y sin conciencia.

El único momento en el que la Hermana las hacía sentir cuidadas era cuando les preparaba el té de Artemisa, que como un brebaje, se llevaba los dolores menstruales. Como si en aquella forma, como si en “el período” o en “aquellos días” se encontraran realmente como mujeres, como cuerpos. Como si en el humo realmente se pudieran ver sin mandamientos, en la sinceridad de las miradas nuevas y extrañadas. El resto del año, ella lo olvidaba, o al menos olvidaba esa parte de los cuerpos y solo las veía como mercancía peligrosas o joyas que había que vigilar del robo de los captores. Entonces, les descosía los ruedos si no estaban a cuatro dedos arriba de la rodilla e iban con las hilachas unos días, para que se les grabara la medida correcta. O echaba a sus incipientes noviecitos, que corrían espantados ante este monstruo que parecía salido de un cuento infantil al son de "Lejos, fuera de acá".

Veintisiete años después hay sensaciones que se despiertan sin conciencia. Cuando va caminando y ve venir una Hermana, se cruza de calle. Como si fuera una cábala o un modo de romper el hechizo. 

De vez en cuando, ella intenta chequear si su memoria es veraz. Pero sus amigas de la escuela no comparten la nitidez de estos recuerdos. Incluso, a algunas les parece extraño lo que narra. Escuchan con desconfianza su relato. Sin embargo, ella sabe que cada cuerpo registra su propio dolor y lo cicatriza o lo olvida como puede, a veces, incluso sin saberlo. El suyo es una pequeña lomita que nace a mitad de su nariz, un golpe con la cama de arriba el día previo al primer día de escuela.

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