Los ganadores es una película discutible, no por el tema que trata sino por la forma en que lo hace. Siempre interesado por especímenes raros, Néstor Frenkel había dedicado un documental (Amateur, 2011) a un señor llamado Jorge Mario, excéntrico cineasta solitario y conductor de un programa radial en Concordia, Entre Ríos, además de montones de cosas más. Multicoleccionista también, una de las cosas que Mario colecciona, en cantidad, son premios. Frenkel, realizador de Construcción de una ciudad (2007) y El gran simulador (2013, sobre René Lavand), decidió emprender una investigación sobre el tema. Esa investigación dio por resultado Los ganadores, documental sobre todos los premios berretas habidos y por haber (debe haber muchos más, en verdad), que funciona a la vez, si se quiere o si vale la pena, como una denuncia sobre el hecho de que en este circuito de premios, poniendo unos pesos todos ganan. Pero eso no es lo que importa, porque estos premios sólo les importan a quienes los ganan.

Lo que muestra Frenkel es un submundo habitado por esa clase de gente que fatiga puertas de canales de televisión y pasillos de radios en busca de una oportunidad, hasta que después de años consiguen tener un programa sobre peluquería, corvinas, tradiciones criollas o rock evangélico, en radios llamadas La Trucha o canales locales, donde tal vez consigan algún canje con la pizzería de la esquina o la tienda de la vuelta. Gente que retrotrae a una televisión argentina de los 60 o 70, de Roberto Galán y “Si lo sabe cante”. Gente con exceso de peso, con exceso de tintura, con exceso de maquillaje y escasez de sentido autocrítico. Evidentemente, el roce con un material así conlleva el peligro de la sorna, el desprecio incluso (peligros de los que este párrafo no queda excluido) y Los ganadores no está del todo a salvo de ellos. Pero a la vez sucede otra cosa con la película de Frenkel.

Sin negar que en ocasiones cae en la chanza cruel (el minuto y medio que encuadra en silencio a un pobre diablo que se queda forzando una sonrisa sin saber qué más hacer), Los ganadores representa la incursión en un planeta desconocido, cuya economía libidinal es motorizada por la industria del premio. Algunos de los productos de esta industria activísima son los premios Galena, los Faro de Oro, los Dorado de Oro (la mayoría son de oro, claro), los Lanín, los Faro del Fin del Mundo, los Gaviota de Oro, los Santa Fe de Oro… Los que más importan para el caso, porque son los que el realizador filma en vivo a lo largo de las ocho horas y media que duran (¡tomá, Oscar!), son los Estampas de Buenos Aires, que entrega la productora Garufa Producciones, fundada por un señor que tiene un programa de tango en radio y otro en televisión, y que además de pasársela ganando premios ajenos entrega sus propios premios. Doscientos cuarenta premios, para ser más precisos. Todos los concurrentes ganan. “Sin fines de lucro”, se llena la boca el hombre, mientras cobra religiosamente 200 patacones per cápita. 

La entrega de los Estampas de Buenos Aires, que ocupa la segunda mitad de Los ganadores, es un gran momento de comedia. El maestro de ceremonias, que en el programa de radio se había ocupado de extraviar todo lo que se podía extraviar, es un Clouseau de entrecasa. “Falta todo y sobra todo”, dice como para sí, al verificar que los premios que le mandaron no coinciden con los listados. “¿Cómo que no te entregaron nada?”, se desorienta ante un muchacho que usa el cinturón a la altura del esternón. “¿Se tomaron todas las gaseosas?”, se alarma. “¿240 litros?” Tantos litros como premios. Mientras tanto, pasa por las mesas recaudando. “¿Puedo cobrar los DVD 50 en lugar de 100?”, pregunta una asistente. “Sí, sí”, no duda Garufa. “Andate a la mierda”, le dice la esposa, cabreada por algo. “¿Con todo el esfuerzo que estamos haciendo y venís a la cocina a gritar?”, se queja su otra mujer, la rubia con la que coconduce los programas, que es también su compañera de milonga. Don Héctor y sus dos mujeres.

Desternillante por largos momentos, no hay por qué sentir culpa de reírse: este mundo, que Frenkel aborda a la manera de lo que en literatura sería una crónica, es una gran truchada, en la que unos hacen plata cobrando entradas y otros se van con premios que, por más que no valgan nada, les sirven para barnizar de prestigio, ellos están convencidos, su foja profesional. Como el buen señor que dice ser Doctor Honoris Causa con rango presidencial de no se sabe qué comarca, Rector de la Universidad de Miami (¿?) y Mejor Periodista Latinoamericano (¡!). Y cuando termina la entrevista se pone a manducar en un catamarán unas papas fritas que habrá invitado la producción.