Cuando el 4 de agosto de 2020 explotaron 552 toneladas de nitrato de amonio en el puerto de su capital, Líbano ya estaba atravesando una crisis política y económica debido a la pandemia y a la falta de legitimidad de su clase política, en jaque por la serie de manifestaciones que comenzaron en octubre de 2019. A los habituales cortes de electricidad y faltantes de bienes de primera necesidad se le sumaron el desplome de la moneda y un corralito que debilitó la actividad económica.

La explosión complicó aún más el escenario, llevándose la vida de más de 200 personas, hiriendo a miles y dejando sin hogar a cientos de miles y para muchos fue la evidencia del fracaso de todo el sistema político e institucional. El gobierno, paralizado hace 9 meses por la falta de acuerdos internos, pero sobre todo por la puja de intereses entre los líderes de las sectas que lo conforman, prometió una investigación que tendría sus primeros resultados a los 5 días, pero luego de un año aún no se dieron a conocer las responsabilidades del caso y hace pocos días la policía reprimió brutalmente a un grupo de familiares de víctimas que pedían justicia.

La crisis libanesa no se debe sólo a factores internos. Por su propia ubicación geográfica y su composición demográfico-política, este pequeño país de Medio Oriente ha sido desde mediados del siglo XX el epicentro de las intrigas e intereses de diferentes sectores que llevaron al país a la guerra civil (1975-1990) y la creación de Hezbollah en 1982, convertida años más tarde en un partido político con ejército propio, con el apoyo de Irán y Siria. La guerra comenzada en este vecino país en 2011 complejizó aún más el escenario ya que mientras los milicianos de Hezbollah participan en apoyo a la dictadura de al-Assad, más de un millón de sirios que huyeron de la guerra se refugian actualmente en Líbano sumándose a los miles de palestinos, iraquíes y kurdos desplazados por otros conflictos en la región.

El crecimiento y la hegemonía de la agrupación -tanto territorial como política- hace que cualquier posible acuerdo político lo beneficie, y a ello se debe en gran parte la parálisis gubernamental por las presiones de otro actor que disputa la hegemonía en la región; Arabia Saudita, que apoya al sector sunnita. Otro actor interesado en mantener su presencia en el país es Francia, que hoy impulsa una nueva conferencia de donantes para recaudar fondos, la sexta del tipo en los últimos 20 años, la mayoría con condiciones de reformas que nunca se realizaron y a través de las cuales busca mantener su presencia colonial en el país y su rol como baluarte de la civilización occidental.

Si bien los interesados en mantener el statu quo en el país han forjado una clase política capaz de reinventarse y subsistir, el pueblo libanés también ha sabido hacerlo y, a pesar de las incontables dificultades, se ha organizado para sobrevivir a este nuevo trauma social. Aquel día de la explosión miles de personas de todos los puntos del país llegaron a Beirut para ayudar a quitar el vidrio y el polvo que había quedado desparramado por la ciudad, ofrecer viandas y cobijo a los damnificados. Esta red de contención fue fundamental a lo largo de este año y se articula con aquellos sectores que comenzaron en 2019 a pedir una apertura del sistema político que los incluya; estudiantes, trabajadores, organizaciones de derechos humanos y feministas, pueden fortalecerse en esta crisis para construir una alternativa política que salve al país del abismo.

Carolina Bracco es politóloga y doctora en Culturas Árabe y Hebrea. Profesora en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.