“No hay 30 mil desaparecidos”, afirmó primero Ricardo López Murphy,, precandidato a diputado nacional dentro de Juntos por el Cambio. “La verdad, es un número difícil de saber con exactitud”, lo avaló María Eugenia Vidal, sin considerar que la falta de precisión obedece a que la dictadura militar ejerció la represión en forma ilegal, sin entregar “las listas”. “Me permito decir que estos escándalos sexuales solo estuvieron durante los gobiernos de Juan Domingo Perón, Carlos Saúl Menem y Alberto Fernández”, disparó días después con total liviandad el diputado macrista Fernando Iglesias por el solo hecho de que Florencia Peña –como otros hombres, a los que no se cuestionó- se reunió con el presidente. "Enfrente hay un Führer que dice quién va y quién no", se sumó a los barbarismos Martín Tetaz, el periodista económico devenido precandidato a diputado, para referirse a Cristina Kirchner. “Churchill decía que, para terminar con Hitler, tenía una amplia gama de alianzas; y para vencer a los Kirchner, yo no tendría ningún problema con Mauricio Macri, Horacio Rodríguez Larreta o Mario Negri”, siguió banalizando el Holocausto López Murphy sin inmutarse.

Todas estas declaraciones fueron públicas, realizadas en los últimos días ante comunicadores instruidos e informados, que escucharon en silencio, o en el mejor de los casos, esbozaron alguna duda ante tales afirmaciones. No hubo grandes cuestionamientos de quienes se los sabe democráticos y promotores de la igualdad de género. Ningún periodista es responsable de lo que dice un entrevistado, está claro. Ni tampoco debe hacerse cargo del pensamiento de otros. Lo que sí se puede hacer, si no se considera que se “debe”, es cuestionar algunos discursos que carecen de pruebas para sostenerse, que descalifican violentamente a otros, o que niegan el terrorismo de Estado. ¿O, acaso, todo vale? ¿Así de impune y brutal será el tono de la campaña electoral que recién acaba de comenzar?

El debate público está dinamitado en Argentina. No por la perseverancia y pasión con la que se sostienen diferentes posturas. Eso ocurrió siempre. Se puede estar de acuerdo o no con las ideas de unos o de otros. Eso es lo lógico y sano en una democracia. Ni siquiera la constante utilización de chicanas que inunda el ejercicio discursivo --sea entre usuarios de Twitter, legisladores en el Congreso o dirigentes políticos en un estudio de TV-- conforman el “gran mal” de esta época. En realidad, la discusión se empantana ante la naturalización de expresiones descalificativas personales, los argumentos ad hominem de los que se valen algunos que de otra manera no podrían destacarse en el ecosistema comunicacional. Asociar a una figura o a un movimiento político con el que se compite con el nazismo pareciera traspasar los límites por los que debería desarrollarse el debate democrático. La sumatoria de declaraciones exageradas y/o brutales de parte de dirigentes de la oposición en la última semana no parece ser ni inocente ni tratarse de exabruptos aislados.

Sin cambiar el eje de la discusión ni poner en igualdad de condiciones a entrevistado y entrevistador, la cultura del “laissez faire” comunicacional también se debe un replanteo. Los comunicadores somos parte importante del debate público en Argentina. No podemos mirar para otro lado, o hacernos los desentendidos ante expresiones que erosionan la dignidad individual o dañan la convivencia colectiva. Entrevistar es también repreguntar, cuestionar, exigir argumentos, incluso discutir ideas. Somos voz pero también guías, moderadores de los relatos y de sus tonos, de la manera en que circulan en la esfera pública.

Tal vez ya no basta con indignarnos ante los dichos negacionistas de ciertos dirigentes. Tampoco con rechazar las expresiones antidemocráticas de algunos. Ni repudiar tardíamente la brutalidad misógina, machista y masturbatoria de la que se ufanan diputados fuera de época. En una de esas, los comunicadores estamos ante la necesidad de aplicar límites lógicos a los discursos que ponen en peligro a la libertad democrática que tanto nos costó construir. Los dirigentes deberán aportar lo suyo, replantearse cuál es su rol en el debate público, discutir la capacidad intelectual de sus precandidatos. Pero los comunicadores no estamos exentos de hacernos cargo de nuestro papel. “Dejar decir, dejar hacer” no parecería ser una opción sana para mejorar la salud del debate. Hay mucho odio dando vuelta.