Los poemas de Tamara Kamenszain estarán siempre por venir porque fueron lanzados desde un principio hacia el futuro. Estarán por venir viniendo, así se lo hubiera dicho Macedonio, uno de sus escritores amados, el maestro de los gerundios a los que ella volvía una y otra vez para intensificar las emociones de la lengua y disimilar de paso lo más posible esas verdades del corazón que irrumpían en la novela de la poesía. El estilo trataba de alejarlas de lo cursi y el clisé para que asumieran la voz de la ironía, el repentino asombro conceptual, el temblor de lo no-dicho o los finos pero finísimos matices barrocos de la paradoja que conjuga la inteligencia con los afectos y el humor. Su último libro lo dice de modo transparente: la poesía “trae al presente lo que estaba de antes/ y lo deja suspendido sin happy ending/ pero como nuevo”. Semejante lucidez formal se sostiene si su método no descarta la transgresión lúdica a la propia ley que instaura. Lo nuevo es una forma del retorno de algo originario que en la lengua familiera de Tamara se vuelve celebración. Una fiesta de la palabra. Todo sucede en presente, en el tiempo de la poesía.
Para Paul Celan, uno de sus poetas más leídos y homenajeados, no había diferencia entre la poesía y un apretón de manos. Lo mismo se podría decir de Tamara Kamenszain pero en su caso sería entre la poesía y esa conversación infinita que suscitaba la aparición de un nuevo libro. Con esa intimidad inofensiva que se vuelve la boca del testimonio, dejó por escrito uno de los secretos de su poesía: “innovemos para el oído la dirección de lo dicho”. Esta clave es como su aleph: nada nuevo hay ni habrá bajo el sol de la poesía si el oído antes no lo inventa. La poesía en modo Tamara: ponerla bajo la atención de la escucha. En “Reverso” escribe: “salir es encontrar ese pasaje que para mí se llama testimonio, una zona donde es posible hablar con otros, por otros y de otros”.
La salida del ghetto implica el pasaje hacia la lengua goi que no olvida la otra que está pronta a irrumpir tal como sucede en el último libro: oy oy oy vei, una expresión judía que significa consternación y que evoca la figura de su madre. En poesía se sale de la lengua para volver a entrar en ella, como ocurre en César Vallejo, otro de los poetas importantes para Tamara Kamenszain. La condición para inventarse a sí misma no es posible si no se va al encuentro con el otro. En El ghetto dio testimonio con la voz de Ana Frank: “Nos persiguen y por eso/ dejamos constancia/ de sobrevida”. Y sigue dando testimonio en el reciente Chicas en tiempos suspendidos: “Poetisa es una palabra dulce/ que dejamos de lado porque nos avergozaba/ y sin embargo y sin embargo/ ahora vuelve en un pañuelo/ que nuestras antepasadas se ataron/ a la garganta de sus líricas roncas”. El pañuelo de las poetisas remite al pañuelo de las madres y abuelas de Plaza de Mayo y estos a los pañuelos verdes. La poesía escribe la historia.
Chicas en tiempos suspendidos concreta aun más el devenir ensayo del poema, que ya había despuntado en El libro de los divanes. El verso y la prosa actúan a la par. Es la pareja que lleva a cabo la relación entre poesía y ensayo como corriente alterna. ¿O acaso distinguimos la poesía de la reflexión sobre la poesía cuando el estilo Kamenszain se consuma en el ritmo de una prosa que respira el oxígeno de la poesía y hasta se apropia de sus procedimientos? Encabalgando la poesía al ensayo, Tamara imaginó las figuras que encarnaban las y los poetas en sus libros cuando escriben sobre la relación entre poesía y vida. En Amelia Biagioni encontró a la niña de mil años, en Alejandra Pizarnik a la niña extraviada, en Alfonsina a la madre soltera y en Viel, Perlongher, Lezama y Lihn a los poetas agónicos de la lírica terminal. Pero ¿quién encarna en Tamara Kamenszain? El idish nos da una pista para deschavar esa imagen a partir del apellido: las dos palabras Kamen (hogar) y Szain (luz o fuego) hacen aparecer la figura de quien se ocupa del fuego del hogar, la que mantiene los leños encendidos en la casa. Tamara embarcó su poesía en la loca ebriedad de la invención constante de sí. Su propia versión de Rimbaud yo es otra –la sujeta, la okupa, la cenicienta en radiotaxi– habrá que buscarla de ahora en más en cada tramo de su obra, en cada trama (Tamar) de esa novela familiar que comenzó a escribir en De este lado del Mediterráneo.
En Libros chiquitos nos ofreció una narración -medio jugando, medio en serio- de cómo había iniciado a sus nietes en el amor por la lectura. Con la vieja treta del entretenimiento y como quien no quiere la cosa, se encargó de que la tercera generación recibiera el legado del libro y lo hace en el último capítulo, el que se cierra allí donde todo se abre y muestra, por anticipado, los recuerdos del porvenir. Allí están cifradas, las dos vías de la tradición desde la que escribió: la cultura judeo-cristiana. Tamara Kamenszain tuvo una singular maestría para narrar escenas de lectura. Encontramos una de estas en De este lado del Mediterráneo en el que ella es ahora la nieta que escucha con atención las historias que le cuenta su abuelo materno Mauricio Staiff, a quien le dedica el libro. De aquella nieta que abandona la niñez a la nieta que se hace abuela, transcurre una vida que dejó escrita como novela de la poesía. El ritornello que estructura el último libro es “y sin embargo y sin embargo”, una fórmula adversativa con la que nos quiere decir que siempre hay otra línea, otra mirada sobre el mundo. Y sin embargo y sin embargo la escena del final de Libros chiquitos con Manu y Julita, sus nietes, nos dice mucho más de lo que dice porque se continúa en el último libro con el nieto recuperado de Estela de Carlotto, con la nieta de la poeta peruana Blanca Varela que va a recibir en nombre de su abuela el premio Reina Sofía y el nieto de Nicanor cuando le dan el premio Cervantes. Es esta relación amorosa con las generaciones jóvenes la que ha practicado Tamara de manera pródiga, movida quizás por una certeza: todo prosigue. En su poesía las temporalidades se invierten para que la madre sea parida por sus propios hijos: “¿Adónde van? Me voy con ellos desciendo de mis hijos”.
Tamara estuvo todo el tiempo jugando con la maternidad no solamente desde dentro de la novela de la poesía sino también desde fuera. A la par de la figura de quien mantiene el fuego encendido, está la poeta parturienta, la que da a luz con cada nuevo libro. Cada libro, un hijo. Un parto de la inteligencia. Un alumbramiento. Una iluminación. Ya lo dijo todo de una vez en su poema “Freud” que en alemán significa alegría: “Me voy hacia la luz”. También Tamara ha escrito “las sagradas escrituras” y en la estela de Mark Strand, nos dejó ese entrañable poema que cierra El libro de Tamar que es el libro de sí misma. Una poética que se funda en el Nombre Propio no podía ser escrito sino desde la mirada ajena. Los tres versos finales son los inicios de otras líneas, de una más, porque siempre hay otra línea: “Escribo que quiero ir más allá del libro/ me imagino moviéndome/ hacia otra vida/ otro libro”.