En la economía local, al igual que en América latina y el mundo, se enfrentan dos modelos económicos antagónicos. No es verdad que ya no existan la izquierda y la derecha. Sólo cambiaron sus formas y, también, sus estereotipos.

 Después de 1989 y de los cambios en China, el antagonismo principal dejó de ser capitalismo versus socialismo. Al menos desde la década del ‘90 del siglo pasado se asiste al avance imparable de la globalización neoliberal, un proceso que, en realidad, comenzó a partir de los años ‘70 con el desmantelamiento progresivo de los llamados Estados benefactores, caracterizados por involucrarse de manera directa en la distribución del ingreso, el pleno empleo y los derechos sociales, pero que también proporcionaban ingresos extrasalariales, como por ejemplo la salud y la educación públicas de calidad. Al respecto resulta recomendable la visión del documental de Michael Moore de 2015 “¿Qué invadimos ahora?”, en el que, como estadounidense, se sorprende en un capítulo sobre Italia por cuestiones que al argentino medio todavía le parecen “naturales”, como las vacaciones pagas o el aguinaldo, esos “horrores” heredados del peronismo, el primer capítulo local del estado benefactor.

 Existen múltiples puntos de entrada para abordar el fin de estos modelos de Estado, pero un buen punto de partida es recordar la preocupación de las elites globales plasmada en los documentos de la Comisión Trilateral a comienzos de los ‘70. En particular, la idea de los “excesos de democratización”. Sintetizando la visión, las elites eran conscientes de que una mayor democratización resultaba incompatible, a mediano y largo plazo, con el mantenimiento de las desigualdades económicas, a la vez que estas desigualdades eran la verdadera clave de su poder. ¿Qué son exactamente hoy las elites económicas? Son quienes controlan el millar de multinacionales que gobiernan la economía mundial más su entramado de firmas satélites. Sus objetivos de política son, a escala planetaria, el levantamiento de cualquier barrera que se entrometa en la libre circulación de las mercancías y el dinero y, a nivel local, las bajas de los costos de producción, una de cuyas patas es el salario.

 El desmantelamiento de los estados benefactores se apoyó en uno de los principales aparatos ideológicos del poder económico, el marginalismo neoclásico, corriente que argumentó profusamente contra la supuesta incapacidad del viejo keynesianismo de posguerra para mantener a raya problemas como la inflación y los déficit fiscales. Vale recordar, para reforzar la idea del punto de partida, que el aumento de la inflación mundial a comienzos de los ‘70, atribuido a la presunta impericia técnica del keynesianismo, es inseparable del impacto de la crisis del petróleo en los costos de producción, lo que a su vez explica las recesiones y, luego, los déficit presupuestarios. También debe recordarse que el reciclaje de los petrodólares que le siguió, una tarea realizada por la banca de los países centrales, se encuentra en el origen de la financierización del capitalismo y en el cambio de los mecanismos de sujeción imperial entre países, con las deudas externas pasando a jugar un rol central en la extracción del excedente.

 Los modelos económicos en pugna hoy, entonces, son los que proponen la definitiva liquidación de los estados benefactores, las fuerzas que impulsan la globalización neoliberal cuya pata ideológica es el marginalismo, y quienes se le oponen, los modelos nacional–populares que creen que el Estado debe regular el ciclo económico, pero también conducir el desarrollo, el empleo y las condiciones de este empleo. Su ideología económica se define, por oposición al mainstream ortodoxo, como heterodoxia, pero expresa una teoría más consistente que recupera la tradición inaugurada por Keynes y desarrollada por sus discípulos del Circus de Cambridge. El debate entre estos dos modelos es “intracapitalista”, es decir: son distintas visiones sobre cómo debe funcionar el capitalismo.

 Uno de los ejes más visibles que delimitan ambas corrientes es la visión sobre el empleo. Para la ortodoxia el trabajo es una mercancía como cualquier otra y el nivel de empleo se define por la oferta y la demanda en los mercados de trabajo. Su preocupación es por el equilibrio en estos mercados, los que deben funcionar con la menor injerencia estatal posible. El pleno empleo no es un objetivo, sino un problema, pues empodera a los trabajadores y aumenta los salarios y, por extensión, los costos de producción y la inflación. Resulta notable la claridad de esta corriente sobre la relación entre salarios e inflación, aunque la olvide al momento de la formulación teórica, cuando los costos desaparecen y pasa a entenderse el problema como un fenómeno monetario o de demanda.

 Lo expuesto no son elucubraciones teóricas, el avance de la globalización fue en todos los países inseparable del aumento de la desigualdad y el desempleo. Y con un dato adicional, la desaparición de la promesa capitalista más tradicional; la esperanza en el ascenso de clase. Se trata de un modelo incompatible con la democracia, que se diría a priori inviable, pero que sin embargo demostró una gran capacidad para reciclarse. Su dominación social es legítima, en tanto se ejerce por la vía del consenso, trabajando sin mediación sobre las subjetividades gracias al poder mediático, más que por la coacción directa.

 Este modelo es el que volvió a desplegarse en el país a partir de diciembre de 2015. Luego de levantar todas las barreras a la circulación de capitales y mercancías, el objetivo es continuar el avance sobre los salarios y el empleo. Más allá de la creencia infundada en un crecimiento impulsado por la inversión extranjera, si se siguen las declaraciones de los funcionarios se encuentra que todos los problemas se reducen al mundo del trabajo. Por ejemplo, el desarrollo de Vaca Muerta sería ahora posible gracias a la flexibilización laboral; el saneamiento de SanCor se conseguiría a cambio de reducir fondos de su obra social; la educación pública se mejoraría con reducciones del salario real y así. Aunque se insiste en que la inflación es un problema monetario, se tiene especial cuidado en que los salarios crezcan por debajo de los aumentos de precios. Y si contra viento y marea las remarcaciones se muestran persistentes, ello se debe a la progresiva redolarización de las tarifas, medida que favorece a parte del citado millar de multinacionales, junto a la incapacidad de reducir otros costos. Pero lo más notable es que por todos los medios posibles se anuncia, con puntos y comas, que el modelo se profundizará todavía más luego de las elecciones de medio término, una manera por lo menos extraña de seducir al electorado y fuente de nuevos interrogantes.