En el principio –en bibliotecas victorianas cerrada por dentro en las que yacía un cuerpo aristocrático– lo que importaba era el quién y el cómo y el por qué había sucedido aquello que estaba muy mal hecho pero muy bien ejecutado. Se imponía, sí, la persecución del crimen y del criminal perfecto. Y el detective llegaba o pasaba por ahí o de casualidad se encontraba hospedado en esa mansión y la trama se organizaba en una enumeración de sospechosos de siempre. El investigador era casi una herramienta mecánica, una máquina de interrogar hasta llegar a un último acto (recordar esos finales con Poirot como ángel exterminador exponiendo frente a los entre temerosos y extenuados habitués de costumbre esperando que se les concediera el permiso de salir de una buena vez de allí) y se sabía de él apenas lo indispensable del mismo modo en que poco y nada sabemos de nuestro médico de cabecera o de cómo funciona nuestro teléfono supuestamente inteligente. Sólo los posteriores discípulos y pasticheurs de Sherlock Holmes profundizaron a fondo en las patologías del héroe de Arthur Conan Doyle. Y recién a la altura de ese MacGuffin que fue el Halcón Maltés o de aquella llave de cristal de Dashiell Hammett comenzamos a conocer algo más de aquellos sufridos y curtidos individuos que cobraban por día o estaban a sueldo de gangsters. Así, en El largo adiós, Raymond Chandler le obsequió a su Philip Marlowe el bendito karma de una sentimental vida íntima y el Alzheimer que golpeó a Ross Macdonald nos privó de un último caso de Lew Archer dedicándose a investigar su propio pasado.

Ahora y tras sus pasos, la vida privada del investigador privado es lo que sostiene buena parte de la trama; y el ocasional enigma a develar es, apenas, una circunstancia pasajera. Algo que viene y se va para que pase el que sigue, mientras el héroe permanece cada vez más curtido y experimentando una creciente fatiga de materiales.

Y el patólogo dublinés Quirke creado por Benjamin Black (también conocido como John Banville) y el detective Charlie Parker de John Connolly, alguna vez policía de New York y ahora trabajador por cuenta propia en los bosques de Maine y alrededores, saben perfectamente que el trabajo no te hace libre sino que es una prisión perpetua que convierte a tus días y a tus noches en el más concentrado de los campos. Y que todas las miradas de los lectores están puestas en ellos y en lo que rodea y envuelve a estas dos oscuras criaturas producto de las mentes de dos irlandeses. Quirke y Parker como dos tipos sombríos que –en su séptima y treceava desventuras respectivamente– lo único que en verdad resuelven y alcanzan es la certeza de que sus vidas no tiene solución final y de que sus padecimientos no conocen fronteras. 

Y, digámoslo, tanto Quirke como Parker vienen de pasarla mal: el primero comienza a experimentar alucinaciones, olvidos y mareos y sospecha que puede tratarse de un tumor cerebral producto de una antigua paliza; el segundo intenta poner en pie un cuerpo con demasiados agujeros de bala.

En Las sombras de Quirke vuelve la elegancia y funcionalidad de una prosa como de Proust noir con lo mejor de Banville a la hora de mirar ese detalle tan revelador como atmosférico (que puede ser un muerto o un atardecer) así como la veloz funcionalidad de Black a la hora de mover los hilos de una trama que, ya se dijo, si bien intrigante (auto que estalla en llamas con cadáver al que se entiende primero como suicida o accidental pero no, mujer embarazada en fuga) resulta secundaria. Lo que vale y se impone aquí es Quirke y alrededores. Los callejones entre tinieblas etílicas de Dublín (“malvada y mendaz pequeña ciudad”) en un ardiente verano de los años ‘50s, esa especie de Watson que es el inspector Hackett, el hermano adoptivo Mal y su esposa depresiva, y uno de los más formidables personajes jamás creados por Banville o Black: la tan volátil como formidable hija de Quirke, Phoebe Griffin, con una admirable y preocupante capacidad para meterse en problemas o para atraerlos. Y aquí –como en los principios de la serie– vuelven a oírse las plegarias infectas de esa sociedad opresiva y pecadora constituida por las clases altas y la iglesia católica. Y, atención, Quirke se enamora de una psicóloga austríaca. Y sigue intentando dejar de beber y, cuando le preguntan si cree en Dios, él contesta: “Creo en el Diablo”.

Pero si alguien de verdad cree en el Diablo, ese alguien es Charlie Parker: mitad thriller y mitad terror, acaso arcángel caído y solucionador de asuntos terrenos pero sabiéndose engranaje clave en una cósmica conspiración de demonios. Y luego de la un tanto ligera El invierno del lobo (poco más que una astuta variación del tema/lugar común “villa maldita”) pero en la que acabó casi del otro lado, Parker, aunque muy maltrecho, vuelve a estar en buena forma en La canción de las sombras. Esta entrega no alcanza las cimas de vértigo de Todo lo que muere, El camino blanco, Los atormentados, Los amantes o Voces que susurran; pero enmienda el, para mí, único gran error imperdonable de la serie: El ángel negro, en la que Parker aparecía como una tonta cruza de Indiana Jones y Robert Langdon confundiendo y confundiéndose entre parafernalia nazi. Aquí, retornan los descendientes de Hitler con información poco conocida sobre holocáusticos mataderos en Croacia durante la Segunda Guerra Mundial; pero con la contenida opresión de siempre. Ya se sabe: el marco geográfico del “pueblo chico, infierno grande” con vecinos amenazantes o amenazados, el gran elenco de costumbre (los formidables Angel y Louis, los troglodíticos hermanos Fulci, El Coleccionista y Cambion El Leproso, el espectro de la hijita asesinada y ese implacable comando rabínico de Epstein & Co.) y con una atendible novedad: la primera persona narradora pasa a una tercera que marca cierta distancia que –aunque ya ha salido en inglés A Time of Torment y se anuncia para abril A Game of Ghosts– tal vez sea síntoma de los preliminares de algo que Connolly ha venido insinuando en entrevistas: las acontecimientos se precipitan, a Parker le van quedando contadas balas en la recámara, y más temprano que tarde acabará averiguando de dónde viene, hacia dónde va, y cuánto falta para su juicio final.

Tal vez, quién sabe, antes del apocalipsis, Parker –más allá del tiempo y del espacio– se cruce con Quirke y comparen notas y compartan copas. Una cosa sí es segura, en algo estarán ambos de acuerdo: no importa quiénes sean los autores materiales del crimen, ellos siempre se sentirán como los más torturados pero tan gratificantes culpables de completa y absolutamente todo.

Las sombras de Quirke Benjamín Black Alfaguara 312 páginas
La canción de las sombras John Connolly Tusquets 448 páginas