Mi tía Lina tenía en Buenos Aires una peluquería de mujeres. Entre su clientela estaba una señora que trabajaba en la Editorial Peuser (¿existirá todavía después de la arremetida anticultural macrista?) la que periódicamente le traía libros recién editados para que se los enviara “al sobrino de La Pampa que le gustaba leer”. Por esa razón llegó a mis manos Biografías animales.
Yo andaría por los doce años y lo que leí del libro me causó una agradable sorpresa por la forma y por el enfoque sobre esos seres con los que compartíamos el mundo y poblaban las fábulas. Después, con el paso de los años y la profundización de los conceptos y las lecturas fui valorando más el contenido de aquel libro de tapas azules poblado de méritos y deméritos de gentes y animales sobre los que ya asomaba el común denominador a la obra de don Luis, que se haría palpable en otras publicaciones y de donde arrancaba su filosofía y su concepción política: “El mundo siempre se dividió entre los que ayunan y los que eructan”.
Los años fueron acrecentando mi interés por la historia –la de mi provincia, sobre todo, a la que algunos pintaban como insípida, reciente y maniqueamente dividida entre cristianos e indios. Así accedí con no poca sorpresa al libro Los grandes caciques de La Pampa, donde Franco rescataba la épica de una lucha que, mayoritariamente había sido contada en forma taxativa: buenos y malos. Actualmente, dentro de las nuevas concepciones históricas, la revisión de la llamada Conquista del Desierto aparece como algo natural y necesario pero medio siglo atrás cuestionar la palabra oficial en la materia sonaba a herejía. Después vino La Pampa habla, donde aborda con impecable argumentación documental el proceso de la apropiación de la tierra ganada a los indios y el desarrollo de una oligarquía terrateniente que presumía de aristocracia. Sin considerar el resto de su obra esos dos libros contribuyeron, y mucho, a fortalecer la conciencia regional.
La mención de ese libro no tiene una intención de orden temporal, sino que quiere evidenciar la influencia que tuvo en mí –y en muchos otros jóvenes de mi generación- la exposición y sostenimiento de tamaños puntos de vista. Ya por entonces nos influían espiritualmente sus notas en el suplemento cultural de La Prensa donde, más allá de las pobres calificaciones poéticas con que pretendía encasillarlo la anquilosada cultura oficial, campeaban sus profundos y amenos análisis de la tierra y su gente.
Al respecto imposible no tener presente la tirria que le demostraba el diario La Nación al ignorarlo… No era para menos, porque Franco no se andaba con chiquitas cuando de analizar la personalidad y obra de Bartolomé Mitre se trataba. Edgar Morisoli, un devoto de la obra de Franco, solía recodar cuando, en una de sus charlas en La Pampa, se refirió a “Mitre, ese mediocre insigne”.
Por cierto que nada arredraba a don Luis. Durante la etapa del peronismo en que fue presidenta Isabel, en una charla en la ciudad de General Pico, donde ya había estado alguna otra vez, se refirió a ella como “la cabaretera”. Eran tiempos de plena vigencia de López Rega y los suyos; un estremecimiento sacudió a todos los presentes y una señora que estaba a mi lado dijo muy seria: “Me parece que esta noche don Luis duerme en la comisaría”.
Tuve la fortuna de conocer al escritor. Era un muchacho cuando fui a su casa en Ciudadela sin saber que el día anterior había muerto su esposa. Dejando al margen mi falta de oportunidad me atendió cordialmente y contestó mis consultas. Siempre recordaré su sincera sencillez al decirme “Yo soy un hombre pobre”.
Volviendo a su condición de escritor resulta llamativa su poca presencia en los niveles académicos; asombra –o no tanto—esa ausencia de notables escritores nacionales como Clementina Rosa Quenel, Osvaldo Soriano, Jorge w. Abalos o Bernardo Kordon, por no citar más que algunos, todos profunda y universalmente argentinos, significativos en una etapa de colonización cultural como la que vivimos.
Valga para finalizar esta evocación, una anécdota. Años después de lo relatado al principio, en mi etapa de maestro rural, con unos títeres heredados, junto con mis alumnos se nos ocurrió escenificar El Zorro y la Muerte, uno de los relatos de Biografías animales en el que glosa el viejo aserto de que nadie escapa a la muerte, una reflexión que la Humanidad hace desde hace varios miles de años. Fue un éxito. La sencilla gente del campo y los montes pampeanos que oficiaban de espectadores durante las fiestas escolares se mostraban muy serios o reían a carcajadas ante la representación sazonada con elementos zonales, sin saber que estaban participando de un apólogo milenario sobre el que también se habían inspirado los clásicos, antiguos y modernos.
Acaso a don Luis le hubiera gustado compartir esos momentos.