Parto desde la cuatro veces milenaria ciudad de Shiraz --sudoeste de Irán-- con chofer y traductora hacia un pedregoso desierto en busca de una familia nómade, cerca de las ruinas de Persépolis, capital del imperio persa levantada por Darío I. Al llegar a la zona del campamento, ya se han ido. Pero Najmehadis tiene un plan B para encontrar algunos de los 3000 trashumantes de la provincia: cambiamos de rumbo por un camino de tierra caracoleando por un valle hasta cuatro tiendas con dos corrales.

Estacionamos y los anfitriones nos están esperando: Najmehadis los había telefoneado y aceptaron recibir a un extranjero, algo que habían hecho una sola vez. Sale a saludarnos el señor Zamat: tiene 62 años, piel cobriza, bigote blanco y ha perdido casi sus dientes. Nos invita a su carpa de telas de arpillera marrón, sostenida con maderos clavados en tierra, sogas y piedras. Mide 5 metros de largo por 3 de ancho y carece de puerta: en un lateral y el otro falta un gran pedazo de tela, como si a una casa le hubiesen tumbado parte del muro para entrar. La tienda es abierta para que corra un poco de aire seco. Y con él entran moscas y polvo, al cual no perciben como suciedad.

Adentro conozco a Vané, la esposa de pelo trenzado hasta el coxis y vestido azul con capas de tules y lentejuelas doradas como las gitanas: calienta agua en cuclillas junto a un fogoncito a leña. Nos sentamos en alfombras persas a conversar y ella le levanta la voz al marido, quien agacha la cabeza y se va a traer algo de un depósito exterior de madera. Me cuentan que son de la etnia turca Qashqa´i, una de muchas en este país con un millón de nómadas. En teoría son musulmanes pero no rezan ni tienen un Corán.

La señora se levanta a hacer cosas dentro y fuera de la tienda, caminando con el torso doblado en ángulo recto como si estuviese muy jorobada (su espalda es una tabla en L con las piernas). Va y viene así, ágil, hasta que se endereza como si nada y la veo una mujer alta de buena postura. En el mundo nómada no hay mesas ni sillas. Esta es una cultura de la alfombra –las mejores del mundo por su arte y durabilidad-- y cada etnia tiene sus diseños. Todo sucede a la altura del suelo: dormir, conversar, cocinar, comer, lavar, tejer. Si alguna actividad requiere tiempo y mínima movilidad --pelar cebollas—Vané la hace acuclillada. Pero si hay que desplazarse, lo hace doblada para estar cerca del suelo.

El tiempo comienza a fluir lento como en los documentales etnográficos. A Vané le calculo 65 años, pero la traductora dice que tiene cerca de 50. El número exacto no se sabe: de niña tuvo una hermana mayor que falleció y los padres le transfirieron sus documentos, un ahorro burocrático usual cuando aún alternaban de un lugar a otro (ahora se han sedentarizado). Le pregunto a don Zamat por su ropa de gala y va hacia un armario sin puerta: saca un polvoriento saco sport con pantalón de lino negro. Insiste que me lo ponga para la foto con amigable énfasis: termino posando descalzo en la tienda con un holgado traje occidental que no uso ni en mi propio mundo.

Voy a reposar en la tienda más pequeña que nos asignaron y me despierta un coro de balidos de 150 chivos: el pastor afgano contratado por la pareja –el de la foto en este texto-- ha bajado de la montaña con la majada, a guardarla en el corral (los dueños de casa están grandes y sus hijos emigraron a la ciudad).

Cenamos a las 4 de la tarde arroz con salsa de yogurt que comemos a mano y al caer el sol vamos a dormir. Al alba me despiertan ruidos de motor: han prendido una bomba para extraer agua de un pozo de 40 metros. Los encargados del trabajoso proceso son dos refugiados afganos y pido conocerlos. Aceptan y nos sentamos en alfombras. El que habla es Shalil, de 25 años y oriundo de Foriop, norte de Afganistán. Vive con su amigo en una carpa blanca junto a la bomba: descansan todo el día, salvo por la mañana (el día anterior nunca los vi salir). Cuenta que vivió seis años en Irán, volvió a su país y hace un año regresó aquí. Afganos e iraníes hablan casi el mismo idioma: “Cuando tenía 7 años --en 1996-- los talibanes tomaron el poder. Llegaron a mi pueblo y mataron a varios. En 2001 los norteamericanos los expulsaron, pero siempre estuvieron acechando. En un enfrentamiento murieron cien talibanes y cincuenta combatientes del gobierno (tuvimos apoyo de helicópteros)”.

De aquella jornada me muestra fotos de cadáveres con turbante y barba tomadas por él con su viejo celular. “Una vez se apoderaron del pueblo y al esposo de mi tía –trabajaba para el gobierno-- lo enjuiciaron”. Shalil busca y veo la foto de una corte con acusado. En la siguiente lo veo fusilado.

Un amigo de la infancia de Shalil fue cooptado por talibanes y abandonó el pueblo. Una noche volvió con la misión de asesinar a su propio tío: lo acribilló a sangre fría. “Yo combatí muchas veces; vinieron casi todas las noches por tres años y los repelíamos. No sé si maté a alguno. Si ellos entran al pueblo, los funcionarios deben huir o les cortan la cabeza. Incluso nuestros niños y mujeres disparaban armas. Como reclutan gente local –un primo mío por ejemplo-- nos conocen y saben a quién matar”.

A Shalil intentaron convencerlo y no aceptó. Hasta que lo apresaron y lo iban a degollar: “sabían que mi familia estaba con el gobierno y decenas de los míos habían muerto”. Hubo negociación y lo intercambiaron por otro prisionero talibán: “decidí emigrar y llevar una vida dura acá en el desierto”.

La historia de Shalil se viene repitiendo en centenares de aldeas desde que EE.UU. expulsó a los talibanes de las grandes ciudades y del poder central. Quedó claro que la compleja microfísica del poder tribal afgano les fue indescifrable, aunque hubiese un “gobierno nacional”: no descubrieron los hilos subrepticios ni las lógicas y alianzas político-culturales. Les faltó más ciencia antropológica que militar.

Estaban construyendo un gran castillo de arena que los talibanes conquistaron casi sin pelear. Así como el líder de una aldea huía para salvar su cabeza, lo mismo hizo el presidente afgano. Dos décadas estuvieron allí las fuerzas armadas más poderosas de la historia con sus drones y misiles inteligentes. Pero los talibanes perduraron. Simplemente se habían retirado a la montaña, al campo, a sus cuevas y aldeas: permanecieron agazapados y activos por la noche, esperando que su enemigo partiera por hartazgo. Después de la muerte de 7.439 occidentales y 66.000 aliados locales, todo quedó como al comienzo. Salvo porque le dejaron a los ganadores flamantes tanques, misiles, helicópteros y aviones, además de parques de diversiones donde esos sanguinarios en sandalias juegan como niños en autitos chocadores con la ametralladora entre las piernas. Si Shalil ya tenía difícil el regreso a su país, acaso eso ya no suceda nunca más.