Una sesión de espiritismo musical conjurada sin más que guitarras y amplificadores. “Y palanca”, apunta Martín García Reinoso para remarcar una de las reglas técnicas del dogma que se impusieron y a la vez rompen cuando les viene en gana. Gonzalo Córdoba ríe y asiente. En sus más de treinta años de carrera, el recorrido de cada uno por su lado acompañó mucho de lo mejor y más variado de la canción under y mainstream de estas tierras, de Spinetta a Rosario Bléfari, Cerati, Vicentico, Juanse, Isabel de Sebastián, Andrés Calamaro, Adrián Paoletti, Julieta Venegas, Richard Coleman y más. Y juntos son Los Mudos, el dúo instrumental con el que se propusieron ahondar en la veta de intérpretes a partir de clásicos que fueron invocando y apareciendo en encuentros en sus casas para ver qué salía.

“Partimos de lo más básico, como una manera de recuperar ese disfrute primario de lo que hacemos”, cuentan. Vol. 1, el disco que acaban de editar, recupera lo mejor del repertorio que abordaron en los tres años de shows en vivo desde que comenzaron con el dúo en 2017, luego de que se conocieran como integrantes de la banda de Vicentico entre 2010 y 2016. Una colección de versiones que van de los Beatles a Charly o Chet Atkins y que esconden, detrás de su sonido cristalino, dos perfiles con largos recorridos que dieron forma a la armonía de opuestos que decanta en Los Mudos.

Las historias en común de Martín y Gonzalo se remontan a 1976, cuando las familias de ambos se exiliaron para finalmente regresar en 1981. Gonzalo vivió entre los cinco y los doce años de edad en Salvador de Bahía, y a poco de regresar comenzó el camino que lo llevó a convertirse en uno de los guitarristas esenciales del under con Suárez: “Cuando volvimos con mi familia al país me costó bastante”, cuenta. “En la escuela entré en el grupo de los raros. Uno de ellos tenía una guitarra eléctrica, y ni bien escuché por primera vez el chispazo de una guitarra sonando distorsionada y todo mal me flechó”. Entre discos de The Cramps y The Clash, pronto comenzó a incursionar en bandas de juventud que iban del punk al dark o el rockabilly, siguiendo poco a poco un hilo que uniría a los sesenta y los noventa, Manal y Suárez, el Di Tella y el Rojas, la operita Tontos y el final de Horrible: “Estudié muchos años con Claudio Gabis”, cuenta Gonzalo. “Así como toca tiene una vocación docente que me pegó mucho. Era amigo de mis viejos, que en los sesenta se conocieron en el círculo de bohemia del Di Tella. Mi viejo es psicoanalista, tenía mucha vida social, se instalaba Javier Martínez en la casa, esas cosas. Y mi mamá es publicista, en ese momento era de las primeras mujeres que empezaban a trabajar en producción, y siempre me decía ‘Ah, el Di Tella, qué lindo el Di Tella’”, ríe.

Garcia Reinoso y Córdoba son Los Mudos (Foto: Sandro Pujía)

WAH WAH

Una circunstancia fortuita con una banda que compartía con el cineasta Néstor Frenkel terminó marcando el camino de todo lo que vendría después: “Con Néstor a principios de los noventa compartimos en un barcito una fecha con Suárez, que en ese momento eran solamente Rosario, Fabio y una caja de ritmos. Yo tenía un wah wah y ellos se coparon con eso. ¡Entré a Suárez por el wah wah! Y me enamoré de lo que hacían. La veía a Rosario y me decía ‘Esta chica es una genia de verdad’. Ahí dejé todo para meterme de cabeza con ellos”.

Suárez le permitió ampliar aquella contraseña iniciática del rock con las miradas rupturistas del teatro under que traía Rosario Bléfari en ese carisma único y sutil que, con un solo movimiento de sus brazos sobre el escenario, podía convertir todo en otra cosa: “Rosario era la madre naturaleza misma, luminosa, un torbellino. Tenía una visión muy directa, muy del ya, todo el tiempo era un empuje para hacer algo, hizo todo un estilo de esa urgencia del expresar. Con ella no era solo ir a tocar música, era todo. Por supuesto tenía una formación en teatro, de hecho con Fabio, que en esa época no tocaba el bajo y era una especie de Bez de Happy Mondays pero más freak, se conocieron en una obra de Vivi Tellas. Hoy la autogestión es prácticamente la única movida que hay, pero en aquel momento era una remada grande. Me acuerdo de una puesta en escena en el Rojas con naranjas pinchadas con alambres que atravesaban el escenario, y después eso estaba proyectado. Era impresionante cómo quedaba, ¡con naranjas! Una vez pusimos una cortina de papel madera que tapaba todo el escenario y luces atrás, solo se veían nuestras sombras, y Rosario iba recortando figuras en el papel con una tijerita. Era sentir que hacíamos arte sin un mango, con lo que había a mano”.

En ese contexto, el estilo versátil y a la vez enamorado de la simpleza y la distorsión de Gonzalo se multiplicó en el caos creativo de la banda. “Con Suárez a veces nos metían en la bolsa de Sonic Youth, pero no veníamos de ahí. La idea era experimentar también con la masa sonora, elevar los sentidos a través del sonido. De hecho, en los primeros discos estaba abolido el término demo. Si ese instante nos gustaba, y nos gustaba, era la canción. Incluso sobre el final de la banda, cuando íbamos a un estudio, yo me enroscaba en la mezcla y Rosario se embolaba. Al momento de grabar su voz decía ‘La canto un par de veces y listo’”, ríe. “Me vas a sacar un lagrimón. Te das cuenta de lo que significó Rosario con todo el amor que sigue recibiendo de la gente a la que le hizo bien su obra”.

En el 2001, cerca del fin de Suárez, Gonzalo produjo el recientemente reeditado disco de Dios y el debut solista de Rosario, pero tras la separación de la banda entró en un hastío que lo llevó a decidir no tener más nada que ver con el rock. “Caí en un bajón. El sueño de Suárez había sido muy fuerte y estaba agotado, no quería tocar más con nadie”. Comenzó a dedicarse a hacer música para TV y cine con Albertina Carri o Néstor Frenkel, y en 2008 llegó la invitación que lo llevaría a regresar: “Fernando Nalé, otro amigo de la adolescencia, me comentó que Gustavo Cerati estaba copado con mi sonido. Y un día Gustavo me llama a casa a la tarde y me dice ‘¿Querés venir a grabar el disco conmigo?’. Yo pensaba ‘Faa, ¿grabar?’. Fui al estudio y me contó que había compuesto todo Fuerza natural sin tocar una sola guitarra. Lo había hecho en el Ableton Live, con samples, estirando, afinando. Era un choclo de guitarras, y me dijo: ‘¿Te animás a traducir qué hay que tocar acá?’. Hice un desglose en un cuadernito que le llevé y le encantó. Y la grabación fue como estar en Disneylandia, la cantidad de guitarras, equipos, pedales... Siempre me gustó el estudio, y lo que aprendí ahí solo con mirarlo no tiene nombre. Tenía una voluntad de trabajo, un foco detallista increíble”. Gonzalo formó parte como guitarrista de la última gira de Gustavo Cerati, y estuvo ahí en ese fatídico show en Venezuela de mayo del 2010. “Fue demoledor”, recuerda. “Veníamos con unos shows increíbles por todo el continente hasta que de golpe pasó lo que pasó. Bajamos todos de un hondazo, quedamos shockeados. Pero me queda siempre el recuerdo de esa manera de ser que tenía. Gustavo fue otra de esas personas extraordinarias que tuve la suerte de conocer”.

COCINA DEL ROCK

Lo primero que hizo Luis Alberto Spinetta al subir al escenario de las Bandas Eternas fue sacar un papel de su bolsillo y leer una larguísima lista de gente que había tocado con él y no pudo estar ahí: entre las tres primeras personas que nombra está Martín García Reinoso, que ingresó a la galaxia Spinetta durante la era Silver sorgo, en plena ebullición del 2001. Pero la relación entre ambos había comenzado en los ochenta, un par de años después de que Martín regresara al país tras el exilio de su familia en México.

“Lo conocí a través de un amigo en común, no me olvido más del día en que me dijo ‘Ahora viene Luis’. Para mí era una locura conocerlo, sumado a que siempre fui medio tímido, pero Luis siempre se encargaba de hacerme sentir cómodo, y empezamos a relacionarnos más. En el ’86 le presté una batería electrónica que usó con Fito en La la la, y un par de años después me pidió unos libros de anatomía que había en casa. Se había copado con esos dibujos de órganos y los terminó usando en los collages del arte de Tester de violencia. Poco después falleció mi papá, y a los pocos días cayó a casa con una Telecaster que había usado con Almendra. ‘Tomá’, me dijo, ‘Tenela y usala el tiempo que quieras’”.

Amigo del Cuino Scornik, a quien había conocido durante el exilio en México de las familias de ambos, en los ochenta Martín también tocó con Andrés Calamaro: “Andrés fue una de las primeras personas en interesarse por lo que yo hacía, de hecho a mediados de los ochenta me ayudó a terminar de escribir algunas canciones. Después en una fecha me llamó para tocar en Obras con su banda. Fue mi primer show grande, no creo que haya estado muy genial, no te puedo explicar los nervios que tenía”, ríe. En el ‘87 entró en la banda solista que armó Isabel de Sebastián tras separarse de Metrópoli, y una de sus canciones fue a parar a ese disco debut de la cantante que finalmente nunca se editó.

Desde entonces, además de La Musical Mexicana, un combo argenmex que armó con Julieta Ulanovsky en voz, su carrera comenzó a delinearse como músico en los proyectos de otros artistas mientras continuaba perfeccionando su estilo como autodidacta (“Me fascina tanto la distorsión como esa cuestión matemática que pueden tener las melodías en una guitarra”). Tocó con Moro y Toth en Pico y Pala, con Cuino y Gringui Herrera en la mítica y fugaz El Lazarillo Deforme, grabó con Coti Sorokin y pasó por Camboya Profundo durante las legendarias jornadas de El salmón para meter guitarras en “El muro de Berlín” (“Una experiencia increíble de caos y sensibilidad todo junto”).

Su relación con Spinetta continuaba entre charlas de música y cenas abundantes. “Nunca sé si me gusta más la música o la comida”, ríe. “Y Luis era un gran, gran amante de la cocina, era común ver que esa creatividad que tenía en la música la llevara a todos lados. ¡Y cómo le gustaba el morfi!”. En 2001 llegó el llamado que no esperaba: “Che, tengo que presentar el disco, necesito un violero que me ayude”, le dijo Spinetta durante una cena en su casa. “Me caí de culo, pero enseguida empezamos a ensayar. Cuando tocás en la banda de alguien te ajustás a lo que te pidan. Algunos te dejan una ventana para hacer aportes, en otros la ventana es mínima. Luis muy abierto a lo que la banda pudiera aportar, aunque una vez me la jugué con unos arreglos de country medio zarpados y me dijo (lo imita): ‘¡Martín, no me acountricés los temas!’”.

Luego de presentar Silver sorgo en Obras partieron con la banda al primer show de Spinetta en Europa: “Luis estaba muy entusiasmado. Era un festival en Tolouse al aire libre, pero de golpe cayó un diluvio tan grande que lo suspendieron. Se puso mal, se enojó. Nos ofrecieron tocar en un barcito, fuimos y la banda explotó, fue increíble. Si hay algo así como un genio, no tengas dudas de que él era uno. Y cariñoso, generoso. Para mí, tocar con él fue un espaldarazo gigante”. A partir de ahí llegaron una serie de shows con Juanse (a quien Martín conocía de sus días de secundaria en Flores compartidos con Sarcófago) y la convocatoria de Julieta Venegas, que lo contactó luego de escuchar una grabación de La Musical Mexicana. Con ella se embarcó en una extensa gira que incluyó un show en Coachella subiendo al escenario después de Amy Winehouse. Y finalmente llegaría su participación durante seis años en la banda de Vicentico, donde se conocieron con Gonzalo, quien aportó guitarras en el primer disco solista de Martín, un cancionero lúcido de poética cotidiana que editó en 2015 bajo su nombre.

Acompañados por videos del realizador Sandro Pujía, el mayor encanto de Los Mudos recae en el espíritu casero que después de tantas montañas rusas supieron conjurar en las grabaciones, melodías como fantasmas de antaño que llevan a escuchar como por una cerradura la intimidad de dos viejos lobos de la guitarra en su gusto por tocar juntos. Y por divertirse: además de temas como “Superchería” o “She’s a Rainbow”, al final del disco se despachan con una versión del tema de Benny Hill con el aporte de Juan Carena en baterías: “En algunos bares nos dijeron que éramos demasiado contemplativos, así que salimos con eso”, ríen. Gonzalo –que a la par de Los Mudos despunta su lado experimental en la banda Clan Caimán, que ya lleva dos discos editados por el sello japonés EM– concluye: “Ya tenemos el segundo disco casi listo, hay mucho rock pero también una ranchera o una pieza de la ópera Carmen de Bizet. No miramos mucho qué estilo hacer, tratamos de quedarnos con los arreglos que toman un vuelo propio, alejados del original. Al principio dudaba acerca de esto de hacer versiones, pero ni bien empezamos me enganché. Es el gusto de hacer algo junto a un compañero. Y el disfrute de tocar sin demasiados planes detrás”.

Los Mudos se presentan el sábado 28 de agosto en Bilbo Café, Beláustegui 802. A las 17. Gratis.