“Soy el primero que ha descubierto la verdad, debido a que he sido el primero en sentir, en oler, la mentira como mentira”. Friedrich Nietzsche
A Humberto Lobbosco
Al salir del sanatorio todo me resultó confuso, extraño; me parecía oler el anestésico emanando de mi ropa. Lo primero que hice fue sentarme a la mesa del Ehret y pedir un café. Abrí el sobre que me dio el enfermero de guardia y leí la esquela, firmada por mi superior, ordenándome seguir al hombre del abrigo azul que había seguido hasta que la ausencia de mundo se abatió sobre mi cabeza. Como tarea era de lo más intrascendente, propia de un novato, pero yo tenía que reconocer que nunca había sido demasiado eficaz y además con mi condición física lamentable, era lo más conveniente. Por otra parte, no tenía idea por donde recomenzar mi búsqueda, así que decidí regresar a mi casa.
Para mi malestar los días ausentes mostraban su consecuencia. Tardé en restaurar cierto orden y recién hacia el anochecer pude acomodar el escritorio y retomar la lectura de Hippias el menor, cuya reminiscencia me produjo un sentimiento de felicidad. Me quedé dormido y soñé con unas imágenes fragmentadas, parciales, de una plaza, las rejas de una entrada…un largo pasillo y una puerta muy alta... Al despertar, traté de establecer de donde eran, pero el sueño fue confuso y me era imposible. Por suerte, en mi mochila encontré mi libreta negra donde apuntaba mis escritos. Las primeras páginas abundaban en anotaciones de los textos leídos, pero la última anotación citaba: Biblioteca Álvarez, noche, conferencia… Como no tenía otra información a mi alcance, me dirigí hacia la cortada de la Plaza Pringles. De inmediato reconocí las imágenes de mi sueño y en él, por esas extrañas coincidencias que suele tejer el azar, vi al hombre de azul que se dirigía hacia la biblioteca.
El sábado por la mañana, decidí sentarme en un banco de la plaza, en diagonal a la entrada, Hippias el menor y la contraposición de Aquiles y Odiseo no me atareaban; siempre había optado por la prevalencia de Odiseo, la astucia y la inteligencia sobre el valor guerrero. Por otra parte, Aquiles había viajado a Troya para consumar su muerte que le daría perpetuidad a su nombre y ese propósito, me parecía propio de una exaltación individual que consideraba deleznable. En cambio Odiseo, que no quería ir a la guerra, más allá de su condición de polytropo o tal vez por eso mismo, era capaz de soportar cualquier penuria con tal de conocer. La errancia de su regreso, de su vagabundeo, no podía pasar desapercibida a Sócrates que mantenía un continuo vagabundeo teorético, ni a Platón que, en la República, consideraba a Odiseo un sabio. Racionalmente yo reverenciaba esa apreciación de mi maestro y la idea de reminiscencia como intertextualidad, aunque emocionalmente prefiriera a Héctor, el domador de caballos. Es más, había tomado la costumbre absurda de adquirir distintas ediciones de La Ilíada con la esperanza de que en alguna pudiese leer el triunfo de Héctor sobre Aquiles… Esa costumbre duró hasta el día en que comprendí que detestaba identificarme con un destino glorioso...
En esas cavilaciones estaba cuando vi al hombre de azul, sin poder a la distancia distinguir su rostro. Lo seguí por Córdoba hasta doblar por Entre Ríos y entrar en una librería; no tardó en salir y retomé su seguimiento, cuando dobló por Santa Fe y antes de llegar a España, entró en una casa. Vi abrirse unas persianas en la planta alta y di por sentado que el hombre vivía allí. Decidí regresar a la biblioteca y en un diálogo amistoso, logré que el bibliotecario me informase, ante mi asombro, que el hombre de azul había extraído Hippias el menor. Suelo aceptar rápidamente el entramado que entretejen las casualidades, pero ésta, dada la confusión que padecía, me inquietaba… Decidí repensar mi tarea. Si el hombre de azul pertenecía a los… (un temor supersticioso me impide nombrarlos) entonces era seguro que leía el Hippias, de otro modo no estaría allí…o aún peor, ¿no sería que yo leía el Hippias porque lo relacionaba con el hombre de azul? Algo no encajaba. Tal vez el hombre de azul era de los nuestros y mi superior, para corroborar si mi estado acreditaba el encargo de una tarea, me ordenaba seguirlo.
Tal vez… pero yo estaba impedido de preguntarle, a riesgo de ser desestimado. Para colmo trataba de recuperar los acontecimientos pasados y sólo penetraba en una nebulosa que me impedía asirme a un recuerdo preciso, contundente, un mojón en la ambigua sucesión de los acontecimientos humanos. Por supuesto, siempre hay un signo al cual aferrarse, para poder continuar, reconstruir lo que falta y ese signo en común era el Hippias, lo cual no era una cosa menor. Tres representaban en los Diálogos la guerra de Platón en contra de ellos, Protágoras, Gorgias y Hippias, que no son tres casos de una misma figura, puesto que promueven diferencias muy marcadas. Pero ahora, por esta costumbre de unificar lo diverso, el Hippias (que siempre fue uno en los dos diálogos) cobraba una importancia única. Decidí regresar a la librería para obtener alguna información. Tal vez había contactado a algún cómplice… Pero, ¿cómo averiguarlo? Sólo se me ocurrió preguntar si tenían alguna versión del Hipias. El vendedor dijo: “Parece que Hipias está muy requerido. Hace un rato alguien compró el único ejemplar que teníamos”. Decidí regresar a mi casa. Lo primero que hice fue preparar el mate y retomar la lectura.
Si uno se lo propone, en los intersticios encuentra un propósito, aunque ese propósito constituya una ocupación tan inocente como leer un libro. Después de años, volvía a la lectura de Platón y me encontraba con un sabor que creía perdido, un íntimo y sereno sabor de felicidad. Volvía a encontrar una lealtad juvenil, yo amaba a ese hombre y ahora me urgía reencontrarlo, para reencontrar algo de mí mismo… Algo que desconcertaba a las palabras, una idea que carecía de la perspectiva común a todas las cosas que solemos contactar… Por de pronto, yo era de esos lectores crédulos y buscaba, en las notas al pie, las referencias que me llevasen a la cita textual, al origen de tal o cual enunciación que fuese veraz; el Hipias me estimuló a leer escépticamente.
A la mañana siguiente, regresé al banco de la plaza, pensando cómo hacer para obtener alguna consideración del hombre de azul acerca del libro. A prima facie era una tarea imposible, pero eso me alentaba. Tenía que apelar a mis mejores cualidades que en verdad no son muchas, pero, ¿por qué no intentarlo? Tomé una decisión; cuando el hombre de azul ingresó en la biblioteca, decidí arriesgarme y el azar estuvo de mi lado. Sobre el escritorio de la entrada, había apoyado su mochila y se dirigía con el bibliotecario hacia uno de los anaqueles laterales. Nerviosamente hurgué en su mochila y extraje una libreta negra; rápidamente logré salir sin ser notado. Llegue a mi casa con la exaltación propia de alguien que tiene en sus manos la posibilidad del secreto de otro… Con asombro progresivo comencé a leer los mismos párrafos que yo anotaba en mi libreta… el principal: Hipias y Sócrates examinan si es propio del mismo sabio, decir verdad y mentira. Esa aceptación colisionaba con una verdad sin perspectiva, con lo cual al abolir el mundo verdadero también abolía el mundo falso. Con inesperada convicción, tomé mi libreta y escribí: “Verdaderamente no sabemos por qué estamos… tampoco quienes somos o que es lo que más queremos…” . Guardé mi libreta en la mochila y salí. Para mi sorpresa, en el banco de la plaza, el hombre de azul estaba aguardándome.
-Usted tiene algo mío-, dijo. Saqué mi libreta de la mochila y se la entregué.