Cuando en mayo de 2003 Alison Lapper recibió de la Reina de Inglaterra una condecoración por los servicios prestados al arte dijo: “espero que hayan juzgado mi talento artístico y no mi deformidad (…) no tengo brazos, pinto con la boca a golpe de pequeños movimientos secos de cabeza”. Juzgar el talento no suele ser lo que prevalece cuando las que prevalecen son la compasión y la apariencia. Una pantomima de equilibrio en el desequilibrio institucionalizado. 

Hace ya muchos años, en Encuentros con desconocidas: Feminismo y discapacidad, un libro de 1996 compilado por Jenny Morris, varias autoras narraban desde su propia experiencia cómo eran marginadas y olvidadas en los ámbitos sociales donde “actitudes benevolentes y paternalistas solo tapaban prejuicios y discriminaciones.” Son definitivamente la apariencia y esos paternalismos los que todavía hoy escriben los renglones (pocos) que cuentan que Alice Frey fue una pintora expresionista belga ciega, o un poco ciega en los últimos años de su vida, o sorda, profundamente sorda.

Parece que no importa mucho si Alice era ciega o sorda, importa nombrar a una mujer pintora para completar el cupo femenino en el casillero de los artistas ciegos o sordos. Benevolencia discriminadora. Alice nació en Amberes, durante la Primera Guerra Mundial se mudó con su familia a Ostende, ciudad a la que volvió años después y en la que murió un 30 de agosto. Fue ahí, en las orillas del mar del Norte donde conoció a James Ensor quien le aconsejó estudiar dibujo y pintura en la Escuela de Bellas Artes de su ciudad natal, cuando volvió a Amberes siguió el consejo del pintor de La entrada de Cristo en Bruselas (1888) y fue alumna de J. De Vriendt y F. Gogo. En 1922 se casó con el crítico de arte Georges Marlier con quien vivió hasta fines de los años sesenta, formó parte del grupo de la revista Lumière, de la vanguardia belga de la década de 1920 y fue la ilustradora de los poemas de su amigo Paul Neuhuys. 

Desperdigada tras una subasta la mayoría de su obra recorrió caminos inciertos después de su muerte, apenas unos pocos cuadros quedaron en Ostende y son parte de las paredes de algunos edificios públicos. Un período expresionista y otro de encantamientos mágicos con sones de Ensor, de Tytgat, de De Smet y de Chagall hacen que el recorrido de Alice sea ilusorio, prisma aéreo en una tierra de pájaros, bailarinas, niñxs, mujeres y novixs en la playa. Colores fuertes y acuarelas borroneadas por el desvarío de la vigilia cuando se cree sueño. Alice era costurera y pagaba los gastos de su vida enseñando corte y confección. Pincelada al bies para los vestidos que pintaba sobre el cuerpo de las mujeres, para el traje de un trovador playero, para las polleras amplias que se lucen en un palco, para los pelos de un perro y para los trajes de baño que comparten arena con cuerpos desnudos al sol. 

Escena hipnótica, suspensión del realismo real que devela un realismo entre aguas, y en el aire. Un personal mundo de hadas terrenales en una tierra celeste como el cielo celeste. Los cuerpos vestidos y desnudos de Alice Frey posan en una espátula de intenciones oníricas y son, llenos de bemoles que desentienden el sentido de lo trillado, engañosamente simples. ¿Cómo habrán sido los días de Alice en Ostende? ¿Escuchaba el canto de un pinzón? ¿Lo miraba volar? ¿Había perdido la audición? ¿Estaba ciega? ¿Cuál de las mentiras es verdad? En ausencia de dictamen arrolla su obra sin engaño conveniente ni mezquino donde las ensoñaciones son reales y viceversa.