El “debido decoro” que se exige reglamentariamente a los magistrados judiciales fue el argumento más contagioso en aquellos febriles días de julio de 1998, cuando Mariano Grondona difundió un video del juez Norberto Oyarbide saciándose el apetito carnal en el prostíbulo masculino Spartacus.

Por supuesto, el juez federal llegado de la mano del exministro Carlos Corach acumulaba reproches por sentencias cuando menos amistosas para el menemato. Pero el eje de la crítica había pasado a ser su vistosa homosexualidad, que perjudicó, según ese mismo poder, su alta misión (encomendada por los mismos dignatarios). Tanto que el entonces ministro de Justicia Granillo Ocampo llegó a decir que “un homosexual que aspire a ser designado juez es lo mismo que quiera serlo una persona sin título de abogado”. Ante las quejas públicas de los organismos lgtbi, amainó horas más tarde y admitió el desatino, eso sí, aclarando que, ser juez y gay no era incompatible “mientras las preferencias sexuales se mantuviesen en el dominio de lo privado”. Lo que acá terminó diluido en bromas, en Estados Unidos hubiese provocado una muerte civil. Por suerte no provenimos de la tradición calvinista sino mediterránea.

Hay varias acepciones para el término decoro, la más popular es la asociada al recato de la carne. Otras, mucho más trascendentes para la función pública, se refieren a la honestidad, pero entonces el decoro pasaría a ser un requisito muy poco frecuentado. Lo cierto es que el episodio de Spartacus marcó, a partir de la insistencia mediática, el futuro de Norberto Oyarbide, según confesó en la mesa de Mirtha Legrand. Las imágenes lo acosaron como si el veredicto social hubiera sido lanzado por la propia madre que tanto amó y lloró; como si la acrobacia sexual se hubiese convertido en la zona cero de toda su carrera en la justicia.

Homosexualidad y “apretabilidad”

Homosexualidad: he ahí la falta tan pregonada por el poder cautivo del discurso heterosexista. Era común escuchar que un guerrillero, un juez, un cura no podían ser homosexuales “porque eran apretables”, es decir pasibles de ser extorsionados por la picana o por la prensa. Residía en la loca una vergüenza irrevocable que la hacía inútil para imponer la ley o para combatir en un frente revolucionario. Expulsada al silencio, solo le quedaba el acto de coraje negándose a la clandestinidad. Salirse del armario teatralmente, para intentar desactivar el estigma, o simplemente pasar de largo de las dentelladas, a fuerza de ganarse el respeto intelectual.

Oyarbide no se ganó el respeto sino la fama. Y una vez que los tiempos cambiaron y convirtió su coming out en imagen para los archivos mediáticos -como si se tratara de revestir de nuevo las paredes de su célebre despacho estilo Casa Foa- consiguió algo más importante que el decoro: la fugaz felicidad. Qué loca de su edad no sabe que cada vez que se enciende el foco de una cámara no brota de ella una Sarita Montiel. Lo que había sido imperdonable en los 90 en 2021, y ya jubilado, hacían de Su Señoría -el título acompaña a los jueces incluso en el ocaso de la vida- un personaje pintoresco, generoso, divertido, y sobre todo aliviado. Su afición a la radio tuvo como premio el cumplimiento de un sueño de juventud; compartía en un programa junto a Coco Silly sus historias y ocurrencias.

Virgencitas y saunas

Llegado a Buenos Aires siendo un purrete, con pocos recursos económicos, compensó las carencias del origen con la universidad y la carrera judicial, con la pose del dandy y la copa perenne de champán en la mano, el baile y la farándula, que festejaban hasta los sindicalistas amigos. Compensó el pasado apegado hasta lo último a su madre, devota de la Virgen del Milagro, a cuya celebración anual no faltaba nunca. Como Lohana Berkins, que exigía que a la virgencita salteña no se la tocara nadie. Habitué de saunas y Protector del Deseo Homosexual, al estilo de un Rosas loquesa en bouquet, fatigaba las toallas y los chongos. Un día de esos se topó con Mauricio Macri entre vapores y lo paró en seco cuando el caballero de las reposeras lo increpó por una decisión judicial. Esa escena debió ser filmada para la posteridad.

En fin, cada vez que alguien recurra a la tradición torcida del decoro que no olvide a aquel Juez de la Corte Suprema, Augusto César Belluscio, experto en Derecho de Familia y censor del derecho de las personas lgtbi a asociarse, cuya amante se suicidó arrojándose al vacío en un edificio de París, un verdadero escándalo internacional sin consecuencias locales. O la fotografiada visita del anterior presidente con la hechicera de turno en un supuesto antro de trata de personas, según denunció la hija del dueño, enemistada con su padre.

El llamado decoro de los magistrados rige, sobre todo, para los gays. Se les pide en todo caso ocultar los frutos de su deseo como si provinieran de un árbol que solo debiera servir para tapar el bosque de la corrupción ajena. Yo me quedo, desde ya, con el último Oyarbide, que descanse en algún sauna celestial.