“Ya nada es como antes. Antes es ayer, el presente es el momento y el futuro no sé si lo veré”. Esta podría ser perfectamente una reflexión de todos y cualquiera, el 20 de marzo de 2020, día en que comenzó la cuarentena por el COVID en Buenos Aires, ciudad en la que vive Paula Parisot. Largos meses de confinamiento dieron ocasión a los sobrevivientes para experimentar la sorpresa, la angustia, la soledad y la necesidad de resistir y adaptarse. A los muertos los lloramos y nos aferramos a la idea de que ese no sería nuestro destino, para poder continuar con nuestras vidas. En todo ese proceso tan traumático, que aún continúa, Parisot volvió a escribir sus diarios, por largos años interrumpidos. Volvió a dejar las huellas de su circunstancia cotidiana en el generoso papel, el único soporte que realmente escucha la voz interior sin juzgarla.

Fue a partir de esa autorreflexión que la artista visual y escritora liberó el hilo de la madeja de su existencia en Literatura del yo, una exposición-narración, en primera persona. Los que nos preceden, el camino desde la infancia cuando aún no hablamos hasta la libre expresión de la angustia, los deseos, los éxitos y los fracasos de la vida adulta. Con una voz profundamente marcada por su identidad de mujer, Parisot devela los destinos sociales y personales. Videasta y performer, bascula entre la imagen en movimiento y el movimiento de su propio cuerpo. “La vida es un libro útil para aquel que puede comprender”, cantaba Miguel Abuelo en los 80. Parisot pareciera creer firmemente en este verso que condensa sus intenciones poéticas: hablar de su vida como una sucesión de páginas, capítulos de una literatura visual cargada de símbolos. La experiencia del amor y de la distopía de las relaciones humanas marcan los cuerpos con cicatrices imborrables. ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? Preguntas eternas con respuestas provisorias. Ayer, Río de Janeiro y San Pablo; también Nueva York y París, y hoy, Buenos Aires. Cada ciudad pone su escenografía para una artista que abandona pasados y rehace presentes. La condición de extranjera —que viene atada a la lengua— la dota de la distancia necesaria para contar su realidad, la autoficción del yo…

El recorrido comienza con Infancia, donde las pinturas semejan las imágenes borrosas de un caos primordial habitado por fragmentos, tal vez evidencias de aquella fase anterior a la “del espejo”. En esta fase descripta por Jacques Lacan, el niño ya es capaz de reconocerse como una unidad corporal. Antes, todo es bruma, las brumas lechosas del recuerdo apenas construido. Impensable y La capacidad de emitir sonidos señalan ese momento de observación muda que caracteriza a la infancia. Paradójicamente, estas telas enormes concentran un nivel de intimismo tal, que detenemos la mirada en el milímetro de un punto de costura (¿cicatrices?), en el juego de mostrar y ocultar de los grafismos y pinceladas. “El giro lingüístico se olvidó de algo muy importante: que existe el cuerpo y si bien usamos palabras y ellas nos constituyen, el cuerpo nos constituyó antes…”, señala Parisot. La mano, fragmento de ese cuerpo primero, cose, ata líneas que se adhieren al lienzo o, mejor dicho, que, como las imágenes del inconsciente, surgen de él. Tareas femeninas, tareas maternales, Parisot es la memoria de una familia que empieza con sus abuelos y llega hasta sus hijos. En esa trama tampoco faltan algunos personajes extrafamiliares, antiguos amores, hombres que signaron su vida en esos momentos. Pero las mujeres van primeras: ella, Yo, una escultura colgante que se yergue ante su Infancia, como enfrentándola con gesto activo, cuestionador. Madre, abuelas e hija comparten la misma materia blanda, textura, color y posición. Con pocas diferencias entre ellas, parten de la misma matriz formal: esferas ligadas por telas trenzadas, amarradas, y los fuxicos, una técnica de patchwork, de reciclado, eminentemente femenina y muy popular en Brasil. Así simbolizan su unión. Opuesta a estas imágenes de mujeres, la escultura de su padre yace en el piso y adopta la forma de su propia inercia material y, obviamente, simbólica: todo un juicio de valor. También yacente se encuentra su marido muerto, tieso, dolorosamente coronado por esferas tumorosas, su fatalidad.

Como en un libro, donde se dosifican distintas estrategias, el siguiente capítulo de la instalación desarrolla la acción en lugar de la presentación. La narración se equilibra con estos cambios de climas donde Parisot crea otras líneas argumentales en torno a los hombres en su vida. El maestro no muere, El artista franco marroquí muere solo en su departamento en París, El neoyorkino, Mi más larga one night stand son esculturas de innegable alusión fálica. Inquietantes tótems que, por su materia porosa y blanda, parecen haber sido tallados a dentelladas, a rasguños, con las manos. Con estas huellas corporales de la pasión, el relato se interna en lo privado, pero las imágenes púdicamente ocultan lo que la literatura hubiera encarnado al rojo vivo. Una mujer se enamora, ríe, llora, sufre por amor, se cubre, se desnuda, es cuerpo deseante, realiza su fantasía. En 2007, con apenas 28 años, Parisot publicó La dama de la soledad, una muy festejada compilación de cuentos que tienen en común a las mujeres como protagonistas. Casaderas, prostitutas, ingenuas, gays, sedientas de poder, abnegadas esposas, infieles, locas, acechadas, asesinas, todas y una. Estereotípicos o reales, sus personajes literarios exudan una humanidad descarnada, ya que el erotismo —como la fuerza originaria que efectivamente es— termina atenuando el dramatismo. Así, “nada es lo que parece”. Su abuela paterna le dejó esta enseñanza, señala la artista: “En sus historias el mundo era lindo y repugnante, la peor persona podía ser la más digna, y la más bondadosa, en verdad la más envidiosa y cruel”.

Nutrida por la imaginación literaria, Parisot va administrando la información visual como si se tratara de un cuento. Sus hijos mellizos, Los míos, son dos objetos hechos de fuxicos. Pequeños, están física y simbólicamente protegidos, aislados, del mundo exterior.

Otros retratos abstractos de su familia contemplan desde las paredes del pasillo que conduce a una gran sala donde la artista se presenta a sí misma con toda la sabiduría de su edad y experiencia. El título de esta instalación, "La joven señora finalmente entendió que no hay garantías ni almuerzo gratis", resume su visión levemente pesimista, aunque por cierto realista, de que las palabras juradas, el ego satisfecho y la eficacia de la seducción no perduran. Hay otros factores que entran en juego, la fatalidad uno de ellos.

La instalación sutilmente alude al tiempo. Los sentimientos se mueven entre el hacer, deshacer y rehacer sin fin. Como una Penélope, cuya única razón, en sueños, es la acción. Las penas y los placeres del paso del tiempo, del ciclo de vida de la mujer, de la madurez... Realidad y sueño, materia y espíritu, consciente e inconsciente. Lo que fue y lo que no fue y más allá, otra vez en el sueño, lo que podría haber sido. Como largas cabelleras, cada panel expresa distintos estados emocionales que, por medio de mandalas, se abren a la interpretación del espectador. Coloridos, intrincados y siempre bellos, representan el mundo estético de Parisot.

Dos videos cierran el relato y actúan como diccionario para intentar clausurar las múltiples alusiones y remisiones que desarrolla la instalación.

* Historiadora del arte. Curadora de la muestra. Fragmento del texto del catálogo de la muestra, que sigue hasta fin de año en la Embajada de Brasil, Espacio Cultural Palacio Pereda, Arroyo 1142.