Descendió del micro a la vera de la ruta, cerca de la huella que conducía a la Villa del Santo Milagro. El sol tardaría todavía una hora más en despuntar pero el aire ya comenzaba a espesarse y parecía un velo infinito la bruma alzándose a la luz de la luna. Alterio armó con dedos torpes un cigarrillo que le quedó chueco; apoyó un pie sobre la piedra plana que servía tanto de asiento para los que esperaban transporte como de mojón para los paisanos necesitados de referencias en aquel paraje de llanura triste y reiterada.

Fumando espero, cantó muy bajo.

Hacia el este, donde el cielo trocaba el negro por un rojo todavía denso, las luces de una camioneta rebotaban y se acercaban sobre la huella de tierra y pasto amarillo. A pesar de la penumbra, podía verse la densa nube de polvo que se elevaba y extendía hacia los lados. Una camioneta blanca se detuvo a unos metros de Alterio. La puerta del acompañante se abrió y el viajero, cuyo único equipaje era una mochila negra, subió. Los hombres se miraron buscando reconocerse.

- ¿Cansado? – preguntó el conductor, un septuagenario de torso fornido y semblante vigoroso, de cabellera abundante y gris que sujetaba en una colita breve y dispersa con una banda elástica.

- Algo – respondió Alterio, más joven que el otro, aunque ya calvo en la coronilla hasta casi el nacimiento del flequillo, lo cual le daba un aspecto de monje franciscano bastante maltrecho.

- Bueno, ya estás acá.

Alterio le dio la última pitada al cigarrillo y lo arrojó por la ventanilla. El viejo clavó los frenos y salió corriendo en busca de la colilla. La aplastó con la suela hasta asegurarse de que estuviera bien apagada y regresó a la camioneta.

- No podés hacer eso con la sequía que tenemos, ¿querés que se nos prendan fuego el campo y el pueblo?

- ¿Para tanto? – dijo riendo el recién llegado.

- Y para más. Nunca necesité que el fuego me quemara el culo para darme cuenta tarde y chamuscado de lo que tendría que haber hecho en su momento.

El viejo se acomodó en la butaca y puso primera, pero en el acto regresó al punto muerto y apagó el motor. Empezaban a oírse los pájaros; Alterio reconoció el trino del hornero y el canto del benteveo, al resto ya no los podía identificar.

- La mitad de la casa es tuya, sobre eso no hay duda. Pero ahí adentro vive mi familia y bastante apretados estamos. No tengo problemas en recibirte por unos días, pero si te pensás quedar más tiempo vas a tener que buscarte otro lugar en el pueblo.

- Es mi casa, ¿no?

- La casa es de los dos, si querés la vendemos y a cada cual lo suyo, pero eso no va a suceder de un día para el otro en este lugar que es mismísimo culo del mundo. Pueden pasar años hasta que aparezca un interesado. No me obligués a la convivencia indefinida entre vos y los míos. No resultaría en algo bueno.

Alterio sonrió:

- Te agradezco la sinceridad.

El viejo le dio marcha a la camioneta y continuaron andando lento por la huella hacia el poblado.

La primera construcción en aparecer a la vista era la casa de los Alterio, rodeada de una huerta que llegaba hasta las puertas mismas de la villa. Así se la conocía desde hacía décadas a pesar de que sus moradores actuales nada tenían que ver ya con aquel apellido. Aníbal Kurtz se llamaba el viejo y eran, con el recién llegado, hijos de la misma mujer: Julia, viuda de Kurtz con un hijo de 15 años y viuda por segunda vez un mes después de que naciera Alterio.

La casa aún dormía. Kurtz puso la pava al fuego y comenzó a preparar el mate. Alterio lo miraba desde la sala, todavía con la mochila al hombro. Le costaba desensillar tanto como al viejo la hospitalidad.

- Vení, tomemos unos mates antes de que se levanten los demás. El desayuno en esta casa es un caos.

-¿Qué pasó con la foto? – preguntó Alterio.

- ¿Qué foto?

- La que estaba amurada en la pared ciega. La de mi padre.

- Ah, el cuadrito; lo sacamos, hace un montón de años de eso. Debe estar guardado en algún lado. Los muebles viejos los vendimos o los tiramos, pero esas cosas las guardamos.

- ¿Qué cosas?

- Fotos, dibujos, papeles, las cosas personales. No tiramos nada de eso, faltaba más.

- No tendrían que haber tirado nada sin consultarme.

- ¿Y cómo preguntarte algo si durante años no supimos nada de vos? Ni por dónde estabas ni si estabas bien o siquiera vivo.

- Podrías haber esperado.

- Mirá, no quiero se grosero con vos, pero ya te lo dije. Esta casa, si querés, hoy mismo la ponemos en venta. La propiedad es de los dos, pero el hogar que contiene es solamente mío y de mi familia.

- Y yo no soy familia.

- No.

Alterio concedió el punto con un gesto leve y se sentó a la mesa a comer un pan con queso que el viejo le había alcanzado.

- ¿Cómo era? – preguntó.

- ¿Quién? ¿Tu papá?

- Sí.

- Yo tenía 15 años y odiaba que mi mamá se volviera a juntar cuando mi viejo todavía estaba tibio en la tumba. Llegué a regañadientes y me costó acostumbrarme. Los años que compartimos este mismo techo me comporté como un imbécil. Pero él entendía todo y se la aguantó callado. Era un buen tipo, supongo.

- Tuviste suerte.

- ¿Por qué?

- Porque los tuviste a los dos. Yo era tan chico cuando murió ella también. Pensar que si no se hubieran casado todo esto sería solamente mío.

- ¿Qué insinuás?

Desde lo alto de la casa se oyó un despertador que sonó durante un par de segundos. Y en seguida se oyeron otros dos más y una radio que de pronto comenzó a emitir el acordeón de un chamamé a máximo volumen, del cual se oyeron uno o dos compases antes de desaparecer.

- Y el campo – dijo Alterio.

- ¿Qué pasa con el campo?

- Al campo también lo tendríamos que poner en venta.

En la casa de los Alterio vivían Kurtz y su mujer, las dos hijas con sus maridos y 5 nietos y nietas de los 6 a los 15 años. Fue la más pequeña la que advirtió a la abuela.

- ¿Qué hace el abu con la alfombra?

La mujer se asomó a la ventana del cuarto, la claridad ya era plena. El viejo descargó el pesado bulto que llevaba al hombro en la caja de la camioneta y miró hacia arriba, se cubrió del sol con una mano; tenía el rostro sudado y se había sacado la camisa. La abuela alejó a la niña de la ventana y la besó en la frente. No bajés todavía, quedate acá hasta que yo te avise, le dijo.

- ¡No baje nadie todavía! – gritó en el pasillo.

- ¿Qué pasa, mamá?

- ¡No baje nadie hasta que yo diga! – ordenó. Y fue hasta el baño a cargar un balde con agua y lejía.