En 1968, Federico Peralta Ramos, artista y bon vivant de la alta sociedad argentina, ganó la Beca Guggenheim y, en lugar de producir obra, utilizó ese dinero para invitar a 25 amigos a comer al restaurante del Hotel Alvear. “En vez de pintar una comida, di una”, explicaría más adelante en una carta enviada a la Fundación. En 2018, Segio De Loof, artista y personaje fundamental del under porteño orgullosamente lumpen, llevó adelante, de manera involuntaria pero tan acorde a su estilo, una apropiación de La última cena de Peralta Ramos. Tomó los dólares recaudados a través de la subasta de obras donadas por amigos artistas, que originalmente iban a ser destinados a la apertura del restaurante La Guillotina -con el cual el creador de Bolivia, El Dorado y Ave Porco, entre otros, volvería a formar parte de la vida de la ciudad-, y se fue a Río de Janeiro a pasar cuatro días con sus noches en la suite 951 del estupendo Copacabana Palace, en compañía de su secuaz, compinche y contrafigura Christian Dios. Esas jornadas fueron retratadas por la cámara de Fernando Portabales y, editadas y engordadas, constituyen Copacabana Papers, película que supone la obra póstuma del artista que le pusiera un espejo a los '90 y los reflejara sobre la noche de la Buenos Aires más atrevida.

Estrenada en el BAFICI en marzo de este año, Copacabana Papers se podrá ver los jueves 16 y 23 y sábados 18 y 25 de septiembre en el Museo Moderno (Av. San Juan 350), como coda de la exposición ¿Sentiste hablar de mí?, retrospectiva de De Loof que se exhibió allí mismo, entre noviembre de 2019 y febrero de 2021. “Los dos artistas más geniales argentinos que conocí y que tuve la oportunidad de apreciar, no solamente desde la obra sino también desde la forma de pensar, son Charly García y Sergio De Loof. Me cuesta imaginarme a los argentinos sin García y me cuesta imaginar el under, la noche, los colectivos, las disidencias, sin un Sergio De Loof que viniera a patear el tablero”. Al hablar con Página/12, Fernando Portabales muestra la satisfacción del trabajo realizado tras un largo derrotero en el que la película fue encontrando diferentes mutaciones y capas de significado.

El proyecto Copacabana Papers comenzó cuando no existía todavía la perspectiva de la exposición consagratoria de De Loof, que vivía en el margen, lejos de los días de esplendor, brillantina y sillón del living de Susana. La Guillotina y su consabida recaudación de dineros se habían planteado como una especie de gran comeback del artista caído en desgracia. La producción de la película se puso en marcha con esos fondos, con la idea de no tener que depender económicamente de subsidios ni ayudas para el cine y así poder trabajar con toda la libertad posible. Cuando estaban en etapa de postproducción, se encontraron con que la plata se había terminado y estuvieron a punto de tener que dejar el proyecto en stand by. Y entonces llegó el ofrecimiento de la directora del Moderno, Victoria Noorthoorn, de hacer una exposición que reuniera la obra de De Loof. El espaldarazo fue doble: no sólo conseguiría ahora terminar la película, sino que también llegaba, treinta años después, el reconocimiento desde los lugares de legitimación del arte que tan esquivos le habían sido en el pasado. El 22 de marzo de 2020, unos meses después de inaugurar la muestra, Sergio De Loof falleció.

“Probablemente sintió que la forma de ser coherente era ofrendándose por el mensaje”, ensaya Portabales a propósito de la manera en que el artista decidió mostrarse durante las más de dos horas que dura el film, un giro de 180 grados en cuanto a lo que su obra acostumbraba a ser. Del artificio, el disfraz, la máscara recubierta de un glamour inventado a partir de objetos de descarte, del esplendor encontrado en la basura, del gesto aristocrático deformado en glam mugriento, decadente y excesivo de los años noventa, pasa en Copacabana Papers a exhibirse a sí mismo despojado, desgarrado, frágil, en un escenario que es verdaderamente señorial, mundano, que resalta todavía más su estado de vulnerabilidad y desnudez: “Me consta que él quería que fuera así de explícito. De hecho, en algún momento yo le digo ‘che, no da que estés tan… desprolijo’. Y él quería que fuera así, que quedara registrado ese momento, al borde del ostracismo, y de extrema sensibilidad y de extremo abandono. Pero como si supiera que eso iba a terminar siendo revertido y que otra vez la Bestia iba a transformarse en Bella antes del ocaso. Para irse en paz”.

La producción de De Loof, un maestro de lo performático, siempre se caracterizó por su naturaleza instantánea, efímera: los vestidos de papel que sólo servían para los desfiles, las ambientaciones donde "la obra" era en realidad lo que ocurría cada noche en esa fiesta, la fugacidad misma de él en los proyectos que habitaba, donde nunca duraba demasiado. Una película, sin embargo, es todo lo contrario: es un retrato permanente, para la posteridad, definitivo. Durante la charla, Portabales arroja hipótesis a propósito de ese otro cambio de registro: "Creo que pensó esta película como un manifiesto, como un testamento. Por eso la referencia siempre a lo que está escrito, a los documentos, a los papers, a lo que está destinado a pasar. Y creo que ese objetivo también está cumplido, más allá de la gran muestra que lo puso en valor. Esa fue como la voz pública, la voz de los curadores, pero él quería dejar también un documento donde se mostrara 100% genuino, donde pudiera volcar lo que piensa, cuáles son sus conceptos más importantes a la hora de definirse como artista, como individuo, como gay, como ser humano. Al principio todos pensaban que la película iba a ser como la crónica de un suicidio. Y lo que terminamos encontrando es un discurso que es exactamente lo opuesto: un mensaje de fe para quienes tienen su noche más larga, inspiracional, que motiva a la gente a buscar el camino de la belleza, de la felicidad, de los sueños cumplidos, de la realización personal, más allá de cualquier adversidad: sea la falta de dinero, enfermedades, no contar con un lugar privilegiado o con acceso a determinados ámbitos sociales”.

De Loof está en la cama, en calzoncillos, recostado. Es de día. Sentado a los pies de la misma cama está el modelo brasileño Samuel Vieira. Conversan. “Yo no quiero aprender de nadie a ser artista”, le explica De Loof al muchacho, en una de las pocas escenas que no lo encuentran sentado en el escritorio de la suite, frente a la computadora escribiendo en Facebook, poniendo videos de YouTube, hablando, reflexionando, cantando, llorando, tomando whisky y cocaína: “Mi carrera se elige después de mis gustos. Mi profesionalidad es no ser profesional. Hay artistas que hacen lo que hay que hacer. Yo no. Mi talento es ser libre y ese es mi mensaje”.