Es algún día de febrero de 1997. Lo sé porque todavía hace calor y hace poco fue mi cumpleaños. Tengo las manos manchadas de barro por haber estado poniéndole sal a las babosas del cantero para que se inflen y emanen ese líquido blanco que anticipa su muerte. Tengo cuatro años y estoy sentada en el sillón del living de mi casa. Mi hermano está sentado al lado. El sillón es enorme. Mi hermano también. Tiene como dieciséis años. Estamos viendo El rey león. En un momento, Simba/ Hamlet grita: "Papáaaaaaaaaa”, aterrado mientras la manada se lleva furiosa, en medio de una estampida, a Mufasa, su padre. Me acerco corriendo al televisor. Mufasa logra zafarse y trepa, con suma dificultad, por una roca empinadísima. Arriba está Scar, su hermano malvado. Scar me gusta. Todavía no sé lo que es la atracción, al menos no en términos conceptuales, pero Scar me gusta. Mufasa grita: 

--“Scar, hermano, ayúdame”. 

Scar le clava las uñas en sus patas. Dice:

--“Que viva el rey”

Y lo empuja por la cornisa. Mientras Mufasa cae al vacío, pego la nariz a la pantalla. Está tibia. Mufasa queda tirado en el suelo. Me doy vuelta. Le pregunto a mi hermano:

--“¿Qué le pasó a Mufasa? ¿Qué le pasó?”

Él hace silencio.

Ahora no voy a poder dejar de verla. Voy a repetir en loop esa escena. La película entera. Todo el que venga a mi casa desde mis tres a mis cinco años estará obligado a ver El rey león conmigo.

Creo que este es mi primer encuentro consciente con la tragedia, con la muerte.

El segundo va a ser cuando a los cincos años mis papás me digan, después de que yo pregunte obsesivamente todos los días “¿Cómo fue el accidente? ¿Cómo fue el accidente? ¿Cómo fue el accidente?” que el papá de mis dos hermanos mayores no tuvo un accidente en la ruta, ni se fue de viaje, va a ser cuando me digan que al papá de mis hermanos lo desaparecieron en la dictadura. Y atrás de eso unas cuantas cosas más. La desaparición y el horror dejan espacios vacíos, esos espacios vacíos se llenan de silencio o se llenan de gritos. En esa época el espacio vacío era silencio. Era desierto. Después se transformó en grito. En existencia barroca que se acostumbra al estado de excepción que se amontona, porque nunca parece suficiente la crisis.

Ahora es el 31 de enero del 2020. Lo sé porque tengo 26 años y me guío por el calendario. Lo sé también porque vengo esperando este día: hoy se estrena la segunda parte de la última temporada de Bojack Horseman. Bojack Horseman es la serie que más veces vi en mi vida. Pensaba administrar los ocho capítulos que tiene y verlos de a poco, pero apenas pongo PLAY me doy cuenta de que eso va a ser imposible. 

La conexión parece caprichosa. Seguramente es caprichosa. El rey león y Bojack Horseman comparten en principio dos cosas: son dibujos animados y los personajes son animales antropomorfizados, (en Bojack también hay humanos animalizados). Bojack es un caballo estrella de Hollywood en decadencia que no aguanta el peso de su propia humanidad. Ni Bojack ni ninguno de los otros personajes lo aguanta, todos son tipos insufribles de víctimas clasemedieras del capitalismo tardío pero sobre Bojack cae la violencia que cae sobre el protagonista.

El capítulo final de Bojack Horseman termina con Bojack y Diane, (que funciona como una suerte de espejo de Bojack), en un silencio incómodo que dura dos minutos después de una charla entre triste y vacía. Lo que pasa es que Bojack es un animal del siglo XXI. En Bojack la tragedia es la existencia misma y eso a su vez no deja espacio para la tragedia.

Durante esos dos minutos de silencio, me acuerdo de El rey león. Me acuerdo de mi casa de la infancia inundada de silencio. En mi cabeza se traza sola una suerte de recorrido deforme entre la tragedia concreta: la muerte del padre en manos de su propio hermano y este bicicleteo existencial de las seis temporadas de Bojack Horseman, este dar brazadas en el aire que construye espacios en los que nada significa del todo. De algún modo ese recorrido me hace acordar a mí.

Entonces, inmediatamente después de que aparecen los créditos, voy a torrent y busco la reversión hipermoderna de El rey león. Pongo PLAY. Scar ya no me gusta. En la vida real, los animales no tienen gestos. El rey león es horrible pero tiene un final feliz y eso me parece triste.

“No puede haber finales felices, porque si todos están felices, el show se termina. Y por sobre todas las cosas, el show debe continuar“ dice Bojack en el capítulo, quizás unas de las mejores clases de guión de la historia, del velorio de su mamá.

No soy ni el rey de la selva ni una estrella de Hollywood. Pero el mundo es absurdo y este es uno de los momentos en los que se me vuelve evidente. Así que aprovecho y lloro y también sonrío durante la hora y media que dura la película. Lo que siento se parece bastante a la ternura.

Lucila Grossman nació en 1993. Es autora de las novelas Mapas Terminales (Ed. Marciana, 2017), (Los libros de la mujer rota, 2018) y Acá empieza a deshacerse el cielo (Ed. Marciana, 2021). Es editora y curadora de FINA revista.