Todo comienza con un ejercicio de la mirada. Ella quiere que ese chico le saque una foto y el deseo se vuelve el impulso de la narración. Caer en el foco de su cámara implica entender que hay un clamor, una ansiedad que se convierte en una forma de construir la historia desde el monólogo interior.

Pero esa mirada deviene en la estructura de la obra porque Vivir en una casa prendida fuego es un recorrido marcado por las guías vestidas de rojo en el Parque Saavedra. Allí las protagonistas con sus atuendos (encantadas, jóvenes enamoradas que le dan a esa plaza la apariencia de un bosque) atraen la atención porque su figura, su impronta teatral en la apelotonada rutina que la pandemia impone a los lugares al aire libre, señalan un diferencia ficcional con el entorno. Nosotrxs caminamos iluminadxs por esa voz que resuena en los auriculares fosforescentes, detalle escenográfico que nos convierte en parte de un espectáculo para lxs demás habitantes del parque. 

Es que se trata de construir una obra un poco escondida en la privacidad que un audio (solo destinado a lxs espectadorxs asignadxs) propicia para entender e identificar la situación que, alejada de esa voz, se verá incompleta, tal vez, incomprensible.

En la trama una joven se enamora hasta lo insoportable. Quiere el cuerpo de su amado pegado al suyo, detalla los modos en los que lo toca, lo besa. Un cuerpo al que succiona y abraza en una desesperación interminable. Pero también quiere irse. Viaja a España, emprende la aventura de idear una obra escrita, dirigida y actuada por ella. Soporta la soledad. Espía su mundo desde la lejanía de las redes sociales. En ese andar al que el relato nos obliga entendemos esa premura del cuerpo. Nos movemos con las actrices, compartimos un espacio que marca sus líneas por un caminar lejano. El teatro puede parecerse al cine en esos planos que ellas trazan cuando se escapan de la escena y las vemos como figuras inalcanzables, comidas por la rapidez de una bicicleta. La agitación de lxs runners se pega por un segundo en la escena pero es todo fugaz. Volvemos a ellas como al territorio al que pertenecemos por aceptar esa variante del teatro donde el afuera busca construir una intimidad, un lugar cerrado entre el sol y el viento.

La puesta en escena se abre a lo imprevisible del entorno. Si el teatro es un trabajo sobre el espacio donde los cuerpos narran con su presencia, aquí lo que se impone es una relación cambiante con lo azaroso. El texto de Julieta Koop tiene el dictado de una novela que recordamos . Los hechos ocurren bajo el relato de la protagonista. Es esa primera persona la que nos hace cómplices y confidentes. El objetivo es atravesar las cosas, las personas, marcarlas con esa luz de la cámara de Pablo que dejó trunca la primera foto. La imagen quemada de un rostro es casi como el registro borroso de una mirada demasiado encendida.

Si la voz es una, la peripecia se cuenta a partir de cuatro actrices. Aquí hay un pequeño conflicto entre lo que vemos y lo que escuchamos. En la dirección de Danae Cisneros y Julieta Koop las escenas van de una reproducción casi literal de la situaciones para romperse en una forma poética hasta que la música y el baile las sacan de ese ensimismamiento, de la insatisfacción que la protagonista manifiesta, aun en los momentos más felices.

Vivir en una casa prendida fuego habla de ese estado de fuga permanente de los veinte años, de esa voluntad de tomar el mundo como se estrecha el cuerpo de la persona que se ama y de la cercanía de un amor que está destinado a perderse.

Vivir en una casa prendida fuego se presenta los viernes a las 18 y los sábados a las 13 (septiembre) y los viernes 18:30 y 19: 30 (octubre) en Parque Saavedra. Entradas Alternativa teatral. IG :Vivirenunacasaprendidafuego