Nuestro primer territorio sin sol estaba delimitado por el umbral de la verdulería de don Antonio y la alcantarilla de la ochava suroeste de la esquina que nos vio crecer. Una columna astillosa, mástil de cables de luz y teléfonos nos servía de apoyo en disertaciones o relatos de sueños inalcanzables, nuestro primer diván fue vertical. 

Aquella isla estaba apartada de los arrecifes de madera y paja formada por sillas de vecinos que nos cuidaban, desde lejos, como guardavidas trasnochados. Nos sentíamos completamente autónomos en nuestras charlas genuinas, no sabíamos de adultos encargados en entretenernos, no los precisábamos, vivíamos empachados de imaginación. Sin pelota ni accesorios, la noche nos empujaba a la ocurrencia, a la creación del cuento errante, a la mentira inocente. Todos teníamos algo para decir, la dicha de sentirnos amigos nos libraba de las apariencias, una luna virgen de banderas, lisa de pisadas, solía sorprendernos subiendo silenciosamente por calle San Luis. Mario fue el primero en escuchar ruidos de cajones adentro del comercio cerrado aquella noche, inmediatamente corrimos hasta la casa de don Mantilla, tomador solitario de tereré, para informarle sobre la extraña situación. Nos tranquilizó con su tranquilidad, nos aseguró que se trataba del mismo verdulero quien había decidido quedarse a dormir por un tiempo en su local y nos aconsejó prudencia, que no le preguntáramos los porqués de su cambio de domicilio. Respetado como pocos, generoso en yapas y perejil, el italiano que adornaba diariamente su vidriera con una bandera gringa formada con rúcula, espárragos y tomates, nos llamaba a todos con el mismo sobrenombre, "cabezas de alcornoque". 

Por mi parte me unía a él un agradecimiento eterno. Cuando el interno 17 de la línea E atropelló a mi Sultán, Antonio me ofreció su patio trasero como cementerio, aquella tarde gris, el buen sensible, eligió la parcela partiendo desde un limonero, contó tres pasos en dirección a una higuera y de allí dos más hacia el tejido lindero a las vías, me acercó una pala, me ayudó a cavar la fosa, después se alejó despacio para dejar que inicie mi duelo en soledad. 

A la tercera noche de nuestro descubrimiento, el verdulero salió de su escondite para hablar con nosotros, no hubo necesidad de preguntarle nada, a su manera nos contó todo. Tras romper el silencio húmedo de una noche repleta de alguaciles con el chillido de una persiana subiendo cual telón de chapa en un teatro callejero, el refugiado nos saludó con estas palabras: “¿Qué cuentan los pibes criados en departamentos?". No sé si nos habló a nosotros o sólo recordó en voz alta cosas que aliviaron su pena en aquél momento, lo cierto es que sus historias marcaron mi camino para siempre. Comenzó hablando del mar Adriático, luego de su Pescara, los atardeceres y su destierro por culpa de guerras interminables. Nos contó sobre una costumbre arraigada en su pueblo, el apego desesperado a la vida para enfrentar tanta muerte, consistía en que, ante cada nacimiento, el padre plantaba un árbol al que se comprometía a cuidar y ayudarlo a crecer tanto como a su criatura, era una manera de multiplicar la vida. 

Él lo había hecho en este país en cada uno de los días en los que habían nacido sus tres hijos, agradecía a Dios y a este suelo haber podido lograrlo, pero nos confesó también que nada había cerrado del todo su herida permanente ocasionada por el desapego del árbol de alcornoque del patio de su casa natal, hermano mellizo al que tuvo que abandonar cuando recién había comenzado a regalarle sus primeros frutos. Emocionado, agregó que aquél roble guardaba muchos secretos, sus primeros miedos, todo aquello que a nadie pudo confesarle jamás, nos contó después, como arrepentido, que en ocasiones no puede dejar de rendirse ante ojos que llevan el color de sus bellotas. 

Supe plantar un fresno y una araucaria ante el nacimiento de mis dos hijos. Fui testigo del crecimiento de todos, pude sentir el hundimiento de las raíces de los trasplantados tanto como el despliegue de alas de los seres libres. Cuando cumplí cincuenta primaveras, creí sentir la carencia de mi propio árbol. Tarde, pero con vida, elegí un ciruelo, el día que lo planté no sabía que estaba sembrando una sacralidad, una verdad en sí mismo, un pensamiento. Me alegré con sus primeras flores, difícil no temblar ante tanta belleza junta, sus ciruelas fueron el fruto más dulce que me llevé a la boca en toda mi vida. Si bien, en un principio, lo cuidé más que un tutor para que pudiera crecer sano y fuerte, a modo de devolución, él supo curar mi alma. Aprendí a amarlo con amor de niño, cuando dejé de nombrarlo, cuando pude percibirlo, llevarlo conmigo. 

Mi amigo cuenta con una ventaja, él no está dividido en dos. Henchido de armonía me transmitió su quietud, me enseñó a descansar dentro de mí mismo, cuando aprendí a escucharlo, recuperé mi silencio, me liberé de la prisión de mi mente, recordé lo olvidado, percibí mi esencia, pude sentir la perfección del aquí y ahora. 

Mi verde compañero creció sin pausa hasta triplicarme en altura, sin conocer su origen, repitió ramas, forma y follaje propia de su especie. ¿Cuántos gestos involuntarios iguales a los de mis padres llevaré sin saberlo? Me enseñó a amar sin tocar, sin poseer, sin enjaular. 

Vibro con las mariposas que cortan el aire cada verano, espero ilusionado el regreso de las golondrinas, su inteligencia natural no les permite volver a sitios contaminados, me emociona ver salir a la vida, pichones de gorriones desde los nidos escondidos entre sus ramas. ¿Quién pudiera echar a volar palabras emplumadas nacidas en el centro de su ser sólo para embellecer el paisaje? A veces coinciden nuestros inviernos, en estos casos resistimos metiéndonos para adentro, soportamos estoicos soñando juntos, lo acompaño mateando en silencio debajo de su no sombra, apoyado contra su tronco recuerdo mi columna, mi esquina, mi infancia. Con palabras del poeta Juan Gelman suelo contarle que ”estoy pegado al empedrado de sangre donde mi perro se murió, existo todavía a partir de eso, existo de eso, soy eso, a nadie pediré permiso para tener nostalgia de eso. ¿Acaso soy otra cosa?". 

Nunca dejo de pedirle disculpas como representante de la raza humana, los árboles nos estuvieron esperando millones de años para que nos convirtiéramos en la conciencia planetaria, sin embargo, nos creímos dueños de todo lo existente, ahogados en egos oscuros que nos alejan de toda luz natural, elegimos el camino de la autodestrucción. Al lado de mi ciruelo me siento completo, a veces creo que me perdonó, sólo le envidio una cosa, de los dos, el único que está seguro que volverá a llenarse de flores, es él.

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