Son cuatro, una apostada sobre el muro. La otra en el alambre / Las dos restantes en ángulo apuntando hacia acá. / No se mueven, mimetizadas en la tarde ocre / Y el claroscuro es su cobertura / Así como el refucilo antecede al trueno / El jadeo al orgasmo y la sed a la muerte / Así las veo y contemplo con aprensión / Con el miedo terrestre que desde el aire / Vengan a cobrarse todas las que maté / Cuando era joven, pendenciero y errante / Buscando comer más que asesinar / Vivir más que soñar con la sed y la muerte / Este mundo no olvida / salvo que uno siga matando siempre / La tarde no perdona / no tiene corazón

Cuatro palomitas. Milton Da Souza

Cuando uno es chico la guerra es el juego por excelencia. Matar sin matar, herir, hacer explotar casamatas o portaaviones desde una esquina soleada mientras los vecinos son un decorado. Matar, esa era la cuestión. Matar al otro por cercanía de una granada o de un balazo en el pecho o en la nuca. Matar. Ah, que bello era matar. Nos la pasábamos matando con La Ley del Revólver, con Laramie, con Los Intocables, con Combate. Era hermoso matar. No dolía ni olía ni apestaba. Había que saber matar pero también saber morir. Si a uno le "daban" debía caer con seriedad. De nada valía tampoco hacerse el que uno era inmune y desoír el reclamo justo del que se quejaba porque uno no caía ante el reclamo aireado de "¡Te di, te di, yo te di!". En la guerra había que ser honrado. Cuanto más, se podía alargar el yerro de verse descubierto mostrando una herida en un hombro o en el muslo, pero a la hora de morir, había que hacerlo. 

También se mataba con la pelota. Se "fusilaba" ante un paredón al perdidoso con unas cuantas balas en la distancia de un penal apuntando al cuerpo del vencido. Matar, eso era matar. Era bello matar y no ser muerto. Nadie quería ser alemán: habían perdido la guerra y eran prolijos criminales temibles y presuntos ganadores hasta que los aliados los cagaron a bombazos y se les acabó la joda. Todos querían ser ingleses o yanquis. Como los de Combate. Yo maté todo un invierno siendo Saunders, pero como me resistía a morir, me degradaron y pasé a ser Doc, el enfermero. Caje era López, con su cigarrito de rama ácida entre los labios delgados y su puntería letal. Porque con Combate se mataba con pelota en mano, trapo y algo más pesado dentro, un trozo de madera que le otorgase consistencia. 

Esa primavera hubo muchos muertos en el barrio; regamos de sangre, uniformes, vendas, vainas servidas la esquina mayor de Alsina. Allí quedamos algunos, enganchados a los faroles, tumbados de lado con heridas monstruosamente abiertas, ofendidos en vivir muchas vidas y nunca terminar de yacer del todo. Resucitábamos al rato para volver a fallecer como en un ciclo de avemarías, confesiones antes del último suspiro y fotos de nuestros hijos entre los dedos temblorosos. 

Una tarde de diciembre alguno dijo en medio de un ataque aéreo japonés que estaba cansado de morir y que todo esto ya le parecía una pelotudez. Como sincronizados, nos levantamos todos los muertos, los desfallecientes y los francotiradores de nuestros respectivos escondites y tumbas. Desde el vidrio gaseoso nos miraba detener la batalla la esposa del tintorero oriental que siempre estaba risueña, en medio del vapor, ignorante de que sus hermanos kamikazes pretendían volarnos el puente de madera. 

–Esto ya cansó-, dijo Toledo dejando su rama de paraíso que usaba de ametralladora. Propusimos un fulbito que nos alejó de la lidia y creo jugamos sin pensar más que en la delicia que era sentir el rebote de la pelota en cada pie amigo. 

Al rato, con tanta muerte y deporte nos tiramos a la sombra. Era mediodía y el mundo zumbaba de vida, con sus carros en el empedrado, el aroma a pan y el fragor de la chapería donde nos guarecíamos en su media sombra. Algo nos había sucedido; nunca más jugaríamos a Combate ni a morir ni a matar. Sólo a la pelota, que se tornó inmortal en ese instante. 

Inventamos treparnos a los camiones en movimiento; cruzar y que el paragolpes de un cascarudo nos rozara el borde del pantalón corto; caminar sobre los abismos de las casas abandonadas en la cercanía de los cables de luz; subirnos a los plátanos más altos sobre la flexibilidad amenazante de algunas ramas finas. Todo eso y mucho más. Ninguno murió de veras ese verano, pero jugar a Combate nunca más. Ahora precisábamos asomarnos a morir, como un conjuro de tribu. Nos exponíamos cada vez más a mordeduras de perros furiosos, a vidrios puntiagudos en el portland de las casonas, a la electricidad, a las aguas oscuras en las bocas de tormenta que se llevaban niños, a revólveres de locos furiosos que tenían su cueva en las inmediaciones de la canchita, a violadores borrachos, a astronautas ciegos que nos esperaban con sus armas de rayos, a asesinos de pibes que los despanzurraban con un palo de escoba afilado, a conductores vampiros que en la noche buscaban embestirnos. A todo ese mundo urticante, dramático y peligroso nos estábamos adentrando, pero jugar por jugar a morirse como en Combate, nunca más.

Una nochecita, mientras la bola rodaba calle abajo de vuelta, harta seguramente de nuestras patadas, uno preguntó al montón: “Che, ¿cómo será la guerra de verdad?”. “¿Cómo en mi casa!”, exclamó Azuli que había nacido en una madriguera de violencia. “No, la otra, la de verdad”, graficó el que había hablado. “Ya llegará”, recuerdo que dije y me alarmé, porque alguien o algo había hablado por mí con una seguridad pavorosa y ya todos estábamos sabiendo que aquello habría de ocurrir. Hoy el mundo arde. Como siempre lo estuvo haciendo.

Al Tato, que estuvo en Malvinas, lo vi ayer y lo saludé desde el 110. Es doctor, y jugó de arquero en Guatimozín para pagarse la carrera de Medicina hasta que lo convocaron al sur.

Él sí que fue un jugadorazo.

 

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