Te pueden decir que este libro no es una crónica, que es un cuento de Borges y que Kodama le caerá encima al plagiador. Es que Riobamba 1038 suena al sótano de la calle Garay y este japonés, Miyamoto, parece escapado del Jardín de senderos que se bifurcan, pero en tamaño bonsái, y tiene aires de Pierre Menard copiando Everness, palabra que podría significar eternidad, pero también ser un anagrama de auxesina, la hormona que descubrió Katsusaburo mientras inspeccionaba las vacas del frigorífico Swift, y que salvó al pino de San Lorenzo y que sostiene el método más perfecto de embalsamamiento de seres vivos, coligiendo, claro, que podría tener algo que ver con la cura del cáncer (La Fundación Rockefeller ofreció 2 millones de dólares por la fórmula en los 70), o el alargamiento de la vida. Y si te dicen que en realidad es una película dirigida por Lucía Puenzo sobre el libro de Vargas, y es Luis Machín el que hace de Miyamoto (o viceversa), porque el actor y el científico japonés fueron vecinos, en una época en que en la seccional Quinta los pibes se saltaban los tapiales para ir a buscar la pelota al fondo de doña Teresa, y allí, justo ahí, Luisito la vio como Katsusaburo y ella quisieron que se viera después de muerta: eterna, rosada y brillante.

¿Pero cómo es posible? La respuesta la tuvo Pedro Ara, embalsamador de Evita: --Todo es posible. Vaya a saber. ¡Quién sabe!

¿Y cómo es posible que el japonés inspector de vacas haya sido científico, alquimista, filósofo, humanista y hasta poeta? Porque además de la biología o la medicina, lo que él quería era hacer un monumento eterno a la mujer de su vida. Su obra maestra. ¿Y no son eso, acaso, La Divina Comedia o El Aleph de Borges? ¿Cómo es posible?

Es que Horacio Vargas volvió a hacerlo. Cuando muchos que seguimos sus rigurosas crónicas desde la fundación de Rosario/12, hace 31 años, y más aún sus grandes libros sobre Fito Páez o el Negro Fontanarrosa, y en especial, el último, Desde el Rosario, pensábamos que había puesto toda la carne al asador (como sabe hacer en el quincho de calle Laprida), y quién sabe si volvería a dar otro fruto precioso como esa magnífica reseña histórica de la fundación de la ciudad sin fecha, revisitada a lo Benjamin, desde el presente, en el mejor registro de Walsh o Capote, descubriendo una ciudad distinta, más auténtica y completa, incluido el incendio de Balcarce o el valor de Artigas o el Brigadier López, o Godoy y los calchaquíes. Cuando pensábamos que iba a tener que descansar un tiempo largo, sin embargo, volvió a hacerlo. Miyamoto hizo del embalsamamiento más perfecto de un ser vivo (su mujer), su obra maestra, y este libro de Vargas vuelve a inscribirse como Desde el Rosario en esa clase de textos que pueden leerse con todos los géneros y la prosa delicada, escogida y eficaz de un escritor consumado. Historia, ciencia, ensayo, novela y poesía.

El libro tiene cuatro partes, primero la biografía; luego la ciencia; tercero la historia de amor, y cuarto, un dossier de respaldo formidable. Comienza con la historia formal, todos los detalles del viaje de Japón a Rosario, 50 años y el regreso. Como todo héroe clásico, Miyamoto tiene viaje de ida y vuelta, y ahí Vargas hace gala de su habitual capacidad para hacer investigaciones arqueológicas (como le gustaba a Foucault), con todos los documentos, archivos, libros, fotos, testimonios, entrevistas y anexos científicos de investigadores de todo el siglo XX y del presente (Silvina Pessino, Alejandro Vila, connotados científicos de la actualidad nacional), cartas, y reportajes a quienes más trataron a Miyamoto, en Argentina, en el mundo, así como sus familiares directos y actuales en Japón que guardan devotamente su memoria y también la fórmula codiciada de la auxesina.

Como ya nos había sucedido en Desde el Rosario, Horacio Vargas escribe con todos los recursos literarios de un escritor, su lenguaje es claro, fluido, preciso y ameno, por momentos incluso, poético, tanto que algunas escenas refuerzan esa excentricidad (para una crónica), de imágenes líricas, sobre la relación de la muerte y el deseo, del cuerpo más deseado de la nación (Evita), o ese rasgo que él enfatiza acerca de que la fórmula sea cedida a una sola persona (Miyamoto era borgeano o Vargas lo hace así, ¿cuál es la diferencia?), un nieto, que dando los últimos cuidados a Katsusaburo, dice: “pudo ver florecer las azaleas en el monte Fuji”.

En este libro se aprende como en un ensayo y se disfruta como en una novela. Quien quiera ver los cerezos en flor de Okinawa o los ojos brillantes y perennes de Teresa Colombo en la calle Riobamba, deberá leer este bello libro. Y volverlo a leer.