Su nombre es un apodo. Un apodo que usó desde que tenía veinticuatro años (si de verdad nació en 966) y mientras estuvo al servicio de la Corte. Nada es del todo verdad en la historia que se cuenta de Sei Shōnagon, poción de legitimidad en ausencia con pocas certezas, menos que pocas, casi ninguna. “Sei es la lectura china del primer ideograma de su apellido, Kiyohara. Shōnagon designa su cargo: ayudante de menor rango de la emperatriz Sadako”, escribió Amalia Sato –traductora de la primera versión en español de El libro de la Almohada–, el libro que Sei escribió a mediados del período Heian, durante la llamada época de oro de la literatura clásica japonesa, y el que la convirtió en contemporánea eterna. 

Su diario de almohada (donde aparecen sus amores, sus aversiones profundas y las de lxs otrxs) abre un atlas maliciosamente encantador sobre el esnobismo, el sexo y el poder político. No existe el manuscrito original, solo una copia que data de 1475, varias versiones posteriores y muchas dudas sobre edición, borrones y añadiduras. De todas maneras, y a pesar de los silencios por la verdad perdida, es un fabuloso texto de retórica (porque como señala Sato en japonés, almohada y epíteto se designan con la misma palabra) coronado de ingenio. 

Portada de una de las ediciones de

Dicen que Sei era hija de un funcionario provincial, poeta y estudioso de los clásicos, que tuvo varios maridos, algunos hijxs y numerosos amantes. ¿Qué más se cuenta de ella además de difamarla cuando se puede y de llamarla presumida? Se cuenta que después de perderse en el anonimato (según un documento aún vivía en el año 1017) murió pidiendo limosna, vieja, sola y pobre. No hay datos que comprueben esa travesía, pero no es azaroso imaginar que fueron los moralistas escandalizados por sus confesiones quienes saborearon ese final para ella. 

Nada más ansiado para calmar el fuego de los deseos que inventar una verdad que los cumpla: la poesía de Safo fue quemada al menos tres veces por la iglesia. Volviendo a Sei, leemos que Murasaki Shikibu, autora de Genji Monogatari y competidora literaria de la dama de compañía más ingeniosa de la corte, la describe como una mujer arrogante “que se hace pasar por inteligente y trata de ser excepcional y distinta a todos”. Del otro lado de la línea, quienes la defienden y destacan el agresivo humor tajante que prodiga en esta obra maestra de la literatura japonesa, una obra estructuralmente libre, con revelaciones vertiginosas, crueles e impacientes, solo celebran su don de observación y de ineludible intolerancia, “no hay nada que elogiar en una cara fea”.

Poco sabemos de Sei y poco sabemos también cuánto han censurado o agregado los copistas. Apuntes, listas (enumeración de ríos, árboles, cascadas, aldeas, cosas que odia, cosas que la emocionan, que la fastidian, escenas de primavera, escenas de lluvia…) y memorias montan un texto literario de cabecera. Un ensayo de intrincada elegancia escrito con palabras de entre sueños en las hojas de la noche cuando la almohada se acomoda en la cita sable, jardinera de cerebros, que tajea justo a tiempo el mejor lugar del recuerdo. Pensar antes de dormir, pensar para poder dormir. En el final del día doblado hasta la extenuación Sei piensa en cosas que la emocionan: “lavarme el cabello, maquillarme y vestir ropas perfumadas aun cuando nadie me observe” y en las que odia: “un hombre sin ningún encanto especial discute sobre toda suerte de temas al azar, como si lo supiera todo”. Hojas escritas (en realidad dibujadas con pincel) usadas como una almohada de tinta pescante de la noche anterior a la hora del día por venir.